OPINIÓN

Desastres y lecciones de mi viaje como profesor de escritura

Una persona escribiendo en un cuaderno.
Una persona escribiendo en un cuaderno.
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Una persona escribiendo en un cuaderno.

Al poco de publicar mi primera novela, una academia de escritura creativa me contrató para que enseñara, precisamente, a escribir novelas. Recuerdo mi terror los días previos a mi primera clase. No tenía ni idea de cómo enseñar a hacer lo que yo había logrado tras unos cuantos meses mágicos escribiendo de noche delante de la televisión (bien es cierto que tras años de lecturas y tentativas). Por aquel entonces, escribía a mano mientras la pantalla proyectaba mis dos programas nocturnos favoritos, ambos en canales cutres, locales: Villaverde y sus gentes, y otro en el que un telepredicador fascinante, barbudo, hablaba mucho de la Gran Ramera y del Apocalipsis. Aquel murmullo de fondo, aunque a veces estrepitoso, me relajaba más que las discusiones de los vecinos y, lejos de distraerme, estimulaba mi creatividad.

Mi novela era fresca, graciosa, divertida, con una estructura cerrada y audaz, pero su prosa estaba salpicada de fallos, descuidos, porque a veces el apocalipsis o las vicisitudes de Villaverde interferían en mi concentración.

Llegó mi primer día de clase. Opté por la sinceridad y les dije a los 28 ojos que me taladraban que no tenía ni idea de cómo había logrado concluir mi novela, que había sido puro milagro. Cuatro de esos ojos no volvieron al aula, como es lógico.

Como decía el científico Feynman, quien más aprende en la ecuación alumno/profesor es siempre el profesor. Y a medida que fueron pasando las semanas, en la introspección obligatoria a la que debía someterme para comprender el método que me había permitido desarrollar mi ficción, fui descubriendo cuál era, y poco a poco lo fui desvelando, descomponiendo, distribuyendo entre los alumnos con la mayor honestidad. Aun así, me faltaba experiencia y era un profesor peligroso. Lo decía todo abruptamente, sin tacto: "Esto está mal"; "ahí hay un error grave"; "no se puede escribir así".

Una alumna me dijo, años después, que no le caía mal del todo, pero que se notaba mucho mi falta de pericia pedagógica. Otra alumna, excelente escritora, me confesó que, gracias a mis señalamientos y reprimendas, abandonó su vocación, no sin antes ponerle un cero a una de mis novelas en Amazon. Una vez recibí una especie de escupitajo en la coronilla en pleno barrio de Malasaña y pensé que se trataba de otro mensaje de algún pupilo o pupila, pero era una paloma a la que nunca había tenido en el aula (que yo sepa).

Hace poco, mientras tecleaba un relato sobre la invasión de unos extraterrestres con un distintivo olor a vino, que atraían sin quererlo a los borrachos de las calles —a quién se le ocurre, lo sé—, se me volcó la copa de Rioja sobre mi flamante y caro MacBook Air. Atacado por el pánico, agité el ordenador mientras recorría la casa, tratando de expulsar de su interior el veneno que gradualmente se extendía por sus entrañas, en parte debido a mi absurda maniobra. Cuando conseguí calmarme, abrí el Google de mi teléfono y escribí: "¿Cómo actuar cuando se derrama vino en el ordenador?". La respuesta fue clara: "Apagarlo y no moverlo". Lo dejé dormir durante días. Cuando despertó, yo seguía allí, insomne. El ordenador se quejaba, lloraba, gemía lastimeramente.

Fui a una tienda Apple para que analizaran a mi pequeño dinosaurio moribundo con la esperanza de que me lo curaran o me lo cambiaran por otro. Le conté a la dependienta de pelo azul que mi sobrino adolescente —también de pelo azul—había manipulado el Mac sin mi permiso y desconocía cómo lo había dañado. Ella le dio la vuelta al bicho, lo palpó con delicadeza, lo acarició con ternura, casi lo besó con sus labios azules. "Voy a abrirlo en la oficina", dijo, dejándome con la piel de gallina. Y desapareció tras una puerta. Minutos después, se oyó un rugido. Pensé que mi pequeño Tyrannosaurus rex había resucitado y estaba devorando a la dependienta. Pero no. Ella regresó y me dio el diagnóstico: agresión con vino. Mientras simulaba indignación con mi sobrino (¡bebe a escondidas!), me cortó: "Los sapos no tienen madriguera". "¿Cómo?". "Fui tu alumna, ¿no te acuerdas? Escribí sobre un sapo en su madriguera y tú me dijiste, muy seco, que madriguera tienen los topos o los conejos, no los sapos".

Me fui de allí con el ordenador roto y abochornado de mis comienzos como profesor, de mi falta de sensibilidad para comprender mi tarea. En una ficción, los sapos pueden tener lo que uno quiera, hasta teléfono móvil, siempre y cuando resulten convincentes. Era mi misión enseñárselo a los alumnos. Para eso se escribe, maldita sea, para inventárselo todo si es necesario: el ordenador al que se le cae encima el vino, el sobrino de quince años, los programas de televisión, la dependienta de pelo azul, los comienzos como profesor... Se escribe, claro que sí, para meter a los sapos en sus madrigueras, aunque sea a mano (como yo en este momento).

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