Nos hacemos mayores, nosotros que fuimos tan jóvenes, y nos pilla por sorpresa no tanto lo nuevo, que en muchos casos resulta fácil de soslayar, sino las interpretaciones que las siguientes generaciones ofrecen ante aquello que nosotros vivimos o a lo que dimos otro significado.

Sean los roles de hombre y mujer, los clásicos del cine, las nuevas palabras malsonantes y las que han dejado de serlo, el que nos muevan las lindes de aquello que dimos por sentado provoca una irritación apenas contenida. Ahí sí, en esa diferencia de miradas, es donde se estrellan las balas arrojadas desde distintas décadas y donde entendemos que en algún momento entre comprender nuestra realidad y pagar las facturas nos hemos quedado anticuados. Que el territorio ya no es nuestro.

Hace ya años que una de esas trincheras banales es Eurovisión: la música contemporánea, en general, marca con nitidez nuestra edad y cuándo dejamos de interesarnos por lo nuevo desconocido. Nada, salvo las noticias de ayer, envejece tan rápido como el último éxito musical, y por eso en este festival de difícil definición, dudoso gusto y competencia internacional cristalizan tantas inseguridades, cada año más hondas.

En realidad siempre ha molestado algo en los representantes que enviamos: el mensaje, el aspecto físico, las declaraciones, la farsa pactada, la falta de afinación, el uso del idioma, el nulo carisma. Nada está perdido si tenemos el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo, dice Cortázar en Rayuela.

Afrontamos cada una de estas ediciones con ese mismo espíritu, con la certeza de haber perdido de antemano, acostumbrados al fracaso y al consuelo de la incomprensión. Como Sísifo, empezamos de nuevo antes incluso de competir. Este año podremos echar la culpa a la letra de la canción, un elemento peligroso y escurridizo. El año que viene será otra cosa.