Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Seis mil minutos de silencio

Concentración en Barbate en repulsa por la muerte de dos guardias civiles asesinados por narcotraficantes.
Concentración en Barbate en repulsa por la muerte de dos guardias civiles asesinados por narcotraficantes.
Yolanda Marín
Concentración en Barbate en repulsa por la muerte de dos guardias civiles asesinados por narcotraficantes.

No se sabe a ciencia cierta si el primer guardia civil muerto en acto de servicio en España lo fue en Monesterio (Badajoz) o en Serranía de Cazalla (Cádiz) en 1845. Según los registros de la época, el primero, Manuel Montano, pereció por las «heridas producidas por un disparo de escopeta efectuado por el paisano Francisco Vargas», mientras que el segundo, Francisco Rieles, perdió la vida a consecuencia de los «disparos del bandolero Andrés López Muñoz, el barquero de Cantillana, a quien perseguía». Montano y Rieles formaron parte de los primeros catorce tercios en los que se organizó la Institución en 1844, compuesta por 14 jefes, 232 oficiales y 5769 guardias. A decir del Duque de Ahumada, «servirán más y ofrecerán más garantías de orden 5.000 hombres buenos que 15.000, no malos, sino medianos que fueran».

Eran años de contrabandistas y bandoleros, como ahora. Delincuentes liberados, como ahora, que inadaptados a la vida civil se daban y se dan al crimen sin ningún escrúpulo. Presumían de seudónimos. Entonces, el Tempranillo; ahora el Cabra.

Desde entonces, cerca de seis mil guardias civiles han perdido la vida en acto de servicio, entre enfrentamientos contra los carlistas, malhechores tirados al monte, estraperlistas, ajustes de cuentas en ambos bandos de la Guerra Civil, asesinos terroristas, conductores suicidas y otros más.

Muchas de esas muertes fueron olvido de inmediato como el poema de Ángel González, y ya nadie recuerda quiénes fueron. Porque la verdadera muerte es el olvido.

Durante muchísimos años, han sido asesinados en acto de servicio miles de guardias civiles y policías nacionales a los que no se honró públicamente ni con un mísero discurso de agradecimiento. Fueron olvido nada más morir. Como olvido son los cerca de diez guardias civiles que se suicidan anualmente en España.

España cargará siempre a sus espadas la ignominiosa historia del terrorismo, donde una miserable parte de la sociedad calló y hasta aceptó, por miedo o convicción. Esos silencios monstruosos o esos comentarios de los años del plomo –«algo habrán hecho»– resuenan en la Barbate de «plata o plomo». Miserables jaleadores de un asesinato que demuestran, bien a las claras, la indigencia moral hasta la que se puede descender en un siglo que presume de la estupidez y de la indignidad como valores superiores de su comportamiento.

Por eso, hoy, en todas las sedes institucionales que hay en España se debería guardar no solamente un minuto de silencio, sino seis mil minutos de silencio. Cuatro días de silencio. Por todos. Por los seis mil. Por los que nadie recordó. Por los que sus familias lloraron en soledad. Porque también se lo merecen, pero fueron convertidos, vilmente, en humo de indiferencia.

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