OPINIÓN

Toda la verdad sobre la realidad virtual

Una sala de realidad virtual.
Una sala de realidad virtual.
Lucrezia Carnelos
Una sala de realidad virtual.

Por la mañana escuché a un tertuliano de radio decir que la realidad virtual había venido para quedarse. De mal humor, repliqué: "Ha venido para irse". Nunca lo hiciera. El buen tertuliano, aquel que domina su arte, sabe que todo ha venido para quedarse. El cambio climático, el nuevo feminismo, la inestabilidad geopolítica, la realidad virtual... ¿Quién era yo para contradecirlo?

Por la tarde, salí del supermercado con una bolsa en cada mano y me abordó una vendedora de romero. La rechacé cortésmente y, en respuesta, recibí una maldición intempestiva, radical, llena de odio. Aturdido por la violencia de aquella mujer, me tambaleé hasta una fuente para mojarme la coronilla. Cuando levanté la vista, las bolsas con mi compra habían desaparecido. Una voz interior, llena de sentido común, me advirtió de que su robo era la primera consecuencia de la maldición, y me aconsejó que volviera sobre mis pasos y le comprara la mercancía a la vendedora. Así lo hice. Eran ramos de romero seco que no parecían romero —pinchaban— y que, además, me costaron todo el dinero que me quedaba en la cartera. Le pedí a la mujer que, por favor, me quitara el mal de ojo. Replicó ofendida que ella no me había echado ningún mal de ojo, y que, si no me iba, me echaría uno de verdad.

En el bar me recomendaron una tila, pero yo preferí un whisky con hielo (pagué con tarjeta). El camarero me dijo que el mal de ojo era fácil de derrotar: bastaba con no creer en él. Pero cuanto más me esforzaba en desdeñar la maldición más me convencía de su existencia y de su poder. Era como intentar no pensar en un perro verde cuando te propones no hacerlo. El perro verde no solo permanece, sino que se hace cada vez más grande y ladra con furia.

Arrastré mi maldición mayúscula hasta la casa de un buen amigo que daba una fiesta por su quincuagésimo cumpleaños. Me recibió con su habitual sonrisa, pese a que le había dicho que no contara con mi presencia, y me ofreció un whisky. Su mujer dilató mucho los orificios nasales antes de afirmar que yo olía a cardo borriquero —"me gusta ese olor, no creas", dijo— y preguntarme por el nombre de mi perfume: "Mal de ojo", contesté. Consulté mi móvil: mi familia me había llamado varias veces. Tenía un mensaje del pequeño: "¿Cuándo vas a venir con la pizza, papá? Ya he encendido el horno". Le iba a responder, pero en una esquina del salón cuatro o cinco personas se probaban unas gafas de realidad virtual y reían. 

Me acerqué al grupo. "La realidad virtual ha venido para quedarse", proclamé. Me miraron con respeto. Me coloqué las gafas. Me adentré en un supermercado virtual, compré fruta, pescado, masa para hacer pizza, mozzarella, tomate, orégano y todo lo demás. Las bolsas eran virtuales, pero pesaban como si no lo fueran. Al salir del comercio, me encontré con la mujer que vendía romero. Le compré todo lo que llevaba encima, para corregir el error de la mañana, pero cuando fui a pagar me di cuenta de que no tenía dinero, ni siquiera virtual. Así que recibí otra maldición llena de esputos. Quise quitarme las gafas, pero no pude. Grité para que alguien de la fiesta me librara de ellas, pero o nadie me oyó o el viaje al otro lado había sido demasiado profundo.

Tomé el autobús virtual —tan repleto a esa hora como el de la vida real— y llegué a mi casa, vacía, silenciosa y con el horno apagado. Después de unos minutos de desesperación, me serví el tercer whisky —virtual, pero con un sabor aceptable— y me senté a escribir este artículo. Lo envié a mi periódico virtual. Si alguien lo lee, será porque se encuentra en el mismo lugar que yo. En este caso, le pediría que, cuando salga de este mundo virtual, telefonee a los bomberos y los envíe a casa de mi amigo para que me extraigan las gafas, por favor, que yo no soy capaz de hacerlo. O, si no, que les pida a mi mujer e hijos que se compren unas gafas, sin importar el precio —la realidad virtual ha venido para quedarse—, se las pongan y se vengan a nuestra casa de aquí, que, al fin y al cabo, es igual que la de la vida real. Y yo estoy más solo que la una.

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