El frente ucraniano escribe nuevos capítulos para futuros libros de historia: "De los que empezaron conmigo, solo siguen dos o tres"

Christina, toda una veterana tras una año en el frente
Christina, toda una veterana tras un año en el frente
Olha Kosova
Christina, toda una veterana tras una año en el frente

"No me arrepiento de nada. No esquivamos la batalla ni huimos. Luchamos por nuestra libertad. Escribirán sobre nosotros en los libros de historia. Tal vez algún día alguien cuente sobre nuestros días aquí, en Donetsk", dice Christina con convicción. Ha transcurrido casi un año desde nuestro último encuentro. En aquella ocasión, durante el viaje en tren de Dnipro a Pokrovsk, su entusiasmo era palpable al hablar de aquellos que defendían su ciudad natal. Ahora, a sus 33 años, Christina no solo sueña con unirse a ellos, sino que es una de ellos.

En el objetivo de la cámara, el fondo color sepia y la forma de píxel parecen elementos perfectos para un póster de la nueva película de Dune. Pero estamos en el Donbás, y esta ubicación es para otro tipo de arte. Christina y sus colegas trabajan como aquellos a quienes llaman 'los ojos de Avdiivka' y aquí, en la proximidad inmediata del frente, aprenden a usar un dron de combate para golpear con precisión el 'paño blanco', es decir, un enemigo potencial imaginario. Tras apuntar, la explosión deja una marca negra en el cráter.

Ahora, sus movimientos de recarga del rifle son totalmente seguros; ya no se percibe el nerviosismo de aquella primera noche antes del entrenamiento, cuando todo eran dudas y fumaba un cigarrillo tras otro. Con una risa nerviosa justo después de disparar, muestra su respeto hacia los "colegas" con mucha más experiencia de combate. Sin embargo, esta expresión, casi inconsciente, no oculta la oscura marca de la guerra en sus gestos y palabras. 

Un soldado en su Facebook describía recientemente su recurrente "falta de deseo" de volver al frente, los nervios y cómo se convierte en otra persona con cada rotación. Es difícil describir con más precisión lo que se siente al viajar a una zona de riesgo: el ecosistema del frente tiene sus propias leyes, en cuyo límite parece existir una cierta zona de dolor cuya entrada y salida no son fáciles.

Antes de volver al frente surgen el frío en las extremidades por un presentimiento de peligro, el cansancio, las preguntas de '¿quizás ya es suficiente?' como una señal del cuerpo, una cierta ansiedad ante lo desconocido... Después, un sentimiento insoportablemente doloroso y angustioso, como si te arrancaras de allí. Este sentimiento no es fácil de diseccionar. Es dolorosamente triste dejar a las personas que abren sus  puertas durante los bombardeos y te invitan a entrar; también lo es dejar a aquellos que todavía luchan desesperadamente y a aquellos que ya están cansados... Los lugares de refugio temporal duelen físicamente, porque se llenan de recuerdos propios, que en pocos días-semanas-meses se convierten en montones de polvo y piedras.

"Volver como otra persona"... Es difícil notar tus propios cambios aquí, pero los de los héroes de tus propios reportajes son sorprendentes. En unos pocos meses se convierten en veteranos de esta guerra.

Combatientes ucranianos, con el arma en la mano, en su lugar de descanso
Combatientes ucranianos, con el arma en la mano, en su lugar de descanso
Olha Kosova

Nuestra Donetsk

En los altavoces suena un potente gangsta rap y el golpeteo de los bajos hace que el cuerpo vibre hasta las puntas de los dedos. Una botella de bebida energética yace en la mano del conductor. Buscamos en total oscuridad la dirección correcta del lugar en el que me voy a quedar. Christina se vuelve hacia mí y le digo que en ese hotel, el único que queda en pie en Pokrovsk (y que no se menciona por razones de seguridad), no pienso quedarme. Y menos después de que en verano los rusos atacaran otro, el Druzhba, que era el  favorito de los periodistas. Christina y su compañero, que me llevan en el coche, no están convencidos de que haya elegido bien la zona en la que quedarme. "¿Y qué tiene de malo este barrio?", les pregunto. El copiloto, un soldado de 27 años nacido en el municipio, responde burlonamente y de forma metafórica: "Es un gueto, como en las pelis americanas. Allí mueren todos jóvenes, no llegan ni a los 20 años".

Este invierno, la región emergió nuevamente como el centro neurálgico de los combates por Avdiivka que, tras una larga lucha, se convirtió en otro altar de sacrificio sobre el que el Kremlin colocó a miles de soldados. Ahora Avdiivka ya no es ucraniana. Los rusos han obtenido más kilómetros de ruinas conquistadas. Ucrania mantiene silencio sobre las pérdidas, pero unas semanas antes de la retirada de las tropas, los viajeros ocasionales en los trenes ya hablaban de ellas. “De los que empezaron conmigo, siguen luchando solo dos o tres personas. De los demás, 200 están muertos, 300 están heridos…", comenta un soldado de Infantería de 37 años de la 110ª Brigada, cuya mano derecha se niega a funcionar del todo después de un bombardeo con morteros.

El frente oriental se enfrenta de nuevo al barro, la grisura y el frío de los paisajes. Solo aquí y allá brota el verde del trigo de invierno, resultado del arduo trabajo de los agricultores locales. Si hay alguna estabilidad en este mundo cambiante, está aquí. Las mismas bromas sobre la muerte, conversaciones íntimas con una botella de alcohol prohibido en la zona, viajes rápidos sin cinturones de seguridad, búsqueda de un área que teóricamente no puede ser bombardeada. Incluso las violaciones de los rusos de la Convención de Ginebra son las mismas. 

Resultó que en las calles de ese barrio no había pandillas, pero sí un hospital y minas de carbón, que el Kremlin bombardeó durante dos noches seguidas. En los siguientes bombardeos, que sacudieron nuestra casa durante una hora, me encontré en el suelo del pasillo, haciendo a Dios las mismas promesas una y otra vez: no decir palabrotas y no volver a la región de Donetsk bajo ningún concepto.

La segunda noche resultó ser especialmente desgarradora. Las sirenas de los coches resonaban con una urgencia desesperada. Una joven de 20 años, vestida con un uniforme militar de tonos oliva, irrumpió en el pasillo del primer piso. "Debemos encontrar un parque o algo similar. De lo contrario, nos enterrarán aquí, bajo los escombros", dijo con voz temblorosa. Tras una explosión más, se aferró, asustada, a la manga de un periodista español. El miedo era evidente en sus ojos desorbitados, y su propuesta parecía irreal. Eran las doce de la noche y la oscuridad envolvía todo. En esta zona, el camuflaje bajo la luz es una cuestión de supervivencia...

Mi miedo ha evolucionado a lo largo de mi experiencia. En mi primer viaje a Bajmut, intenté cruzar una calle destrozada para buscar un taxi, algo casi inexistente en una ciudad medio en ruinas. Sentí un ahogo abrumador en un sótano bajo Chasiv Yar y derramé lágrimas en las trincheras, incapaz de soportar la intensidad del bombardeo de artillería. "Aquí lo principal es acercarse más al frente y alumbrar con una linterna al cielo, para que los rusos vean que estamos aquí", digo ahora con sarcasmo mientras llamo a la vecina para que abra el sótano. Aquí no tenemos hacia dónde correr.

Después, nos dirigimos a la cocina de la vecina, encargada del sótano, que se dispuso a prepararnos té y sándwiches, y nos instó a dormir tranquilos. Poco después, una llamada telefónica rompió la calma: risas y bromas desde Bajmut. "Tía, otra vez en Donbás. ¿Casi te matan? Deberías confesarte en la iglesia... Siempre que vas a algún lugar, hay explosiones y disparos", se burla la voz al otro lado del teléfono. "Sergey, ¿oyes eso? Ella dice que mantuvo la calma y salvó a todos... No te lo crees ni tú, te vimos llorar en las trincheras. Ahora dirá que escapó de un tanque en llamas". Nos entregamos a la risa durante casi una hora, como si fuera una forma de desafiar a la muerte. La conversación deriva hacia temas más ligeros: gatos rebeldes, que ellos mandan a las posiciones para capturar a los ratones, reparaciones en casa, anécdotas sobre apartamentos... La mirada atónita de un colega, testigo de nuestra charla, se convierte en un mudo testamento de lo inusual de la situación.

Saliendo de Donetsk, el cielo gris se vuelve aún más pesado con cada kilómetro, la tristeza y la melancolía en el pecho aumentan. La culpa y la tristeza. En nuestro frente todo sigue igual, y al mismo tiempo todo ha cambiado. Cada vez se escucha más el argumento de la "historicidad" y "por generaciones futuras", de "que no nos escondimos"... Como respuesta al absurdo y a la crueldad sangrienta. Esta guerra nos cambió a nosotros y a este mundo, aunque él mismo no lo entienda.

Las explosiones y la omnipresente sombra de la muerte nos arrancan algo esencial, una pérdida que se refleja en los rostros de quienes observan desde fuera. ¿Serán capaces los libros de historia de capturar cómo nos ha transformado esta guerra? En Kiev, a menudo se oye decir que, aunque estos tiempos son duros, todas las guerras tienen un final. Sin embargo, ninguna reconstrucción podrá devolvernos a los amigos que hemos perdido, ni recuperar nuestro antiguo ser. Ese tiempo en que nuestra vida transcurría con normalidad es irrecuperable. Nunca volveremos al día en que simplemente pudimos vivir. Y al diablo con la historicidad.

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