OPINIÓN

Contradicciones 'made in Europe'

Sede de la Comisión Europea en Bruselas, Bélgica
Sede de la Comisión Europea en Bruselas, Bélgica
Europa Press
Sede de la Comisión Europea en Bruselas, Bélgica

Los últimos 15 años han sido una carrera de obstáculos para la Unión Europea, tensando al máximo sus costuras hasta deshilachar los bordes. El proyecto de integración europea, que nació centrado en maximizar cuatro libertades fundamentales (movimiento, capital, bienes y servicios), ha sido reformado para salvar su integridad y asegurar su supervivencia. Por el camino han quedado expuestas también sus contradicciones.

En primer lugar, la crisis del euro y la Gran Recesión demostraron que los mercados financieros son ineficientes, dando paso a una ruta de regulación, intervención y supervisión estatal de la economía. Una década más tarde, la pandemia forzó el regreso del Estado protector para salvar vidas, empleos y prosperidad. Medidas que parecían imposibles, como la emisión conjunta de la deuda a nivel comunitario para financiar la compra de mascarillas y el fondo de recuperación, vieron la luz empujadas por el deseo de evitar repetir los errores pasados.

A su vez, la invasión rusa de Ucrania y la consecuente crisis energética y la parálisis de las cadenas globales de suministros nos recordaron que la interdependencia económica es una norma inapelable de la globalización. Sumidos en una espiral inflacionista, muchos estados miembros descubrieron las consecuencias de confiarle el interruptor de la luz a Putin, y la deslocalización de sus empresas clave a rivales estratégicos de la UE.

Y como telón de fondo, la revolución tecnológica que lo está transformando todo: los vertiginosos avances en el nuevo mundo de la inteligencia artificial piden un superregulador que proteja a los ciudadanos y a sus datos de los gigantes digitales.

Para mantenerse como un actor geopolítico de primer orden, la Unión no puede quedarse al margen de estas batallas y debe entrar al juego. Eso significa renunciar, o al menos matizar, la política de liberalización del sector público, austeridad financiera y contención del gasto que han sido sus señas de identidad durante tanto tiempo. En ocasiones, implica incluso impulsar medidas de tinte sospechosamente proteccionista, como la "frontera de carbono" que pretende gravar las emisiones de las importaciones al continente y entrará en vigor en 2026. ¿Es esto una traición al espíritu de la Unión? ¿O una simple actualización de su misión para conservar su relevancia; adaptarse o morir?

Sea como sea, la Unión Europea necesita una política industrial cohesionada. Hoy, incluso en sectores donde deberíamos tener una ventaja competitiva, nos adelantan por la derecha. El dilema está servido: ¿aceptar que los coches eléctricos fabricados en China (mucho más baratos) copen el mercado europeo, o vetar su entrada y subordinar la transición ecológica a la seguridad geopolítica? ¿Asumir que en esta era del capitalismo de la vigilancia, nuestros datos pueden acabar en manos de potencias hostiles o tratar de vetar plataformas y aplicaciones tipo TikTok en nuestras vidas, como debaten esta semana en Washington?

La autoridad de la UE no es militar: los dos últimos años se ha hecho evidente que, en caso de un conflicto bélico contra un estado miembro, no somos nadie sin la OTAN. Nuestra relevancia tampoco viene de nuestro peso económico: aunque todavía importante, se hundirá con toda probabilidad en lo que queda de siglo para dar paso a nuevas potencias. No. El poder de la Unión es blando. Suave. Sus líderes no son soldados ni magnates, son funcionarios. Las normas aprobadas por las instituciones de la UE en materia de protección de los consumidores o estándares alimentarios son respetadas e imitadas por el resto del mundo, a menudo para poder acceder al mercado europeo: es el llamado efecto Bruselas.

El debate sobre autonomía estratégica es muy relevante, pero si el objetivo es impulsar verdaderas políticas industriales, es necesario un cambio del ADN europeo. El apremio de la revolución digital y el renovado interés en desarrollar la industria de defensa europea ofrecen una oportunidad para revolucionar las reglas del juego. La Unión debe abrazar sus contradicciones y ponerse al día, o aceptar que se verá superada sin remedio por otros con menos miedo al riesgo.

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