Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

Decrecer o morir

La innovación enviará alertas electrónicas a las turbinas.
Imagen de archivo de molinos de viento.
©[makunin] via Pixabay.com.
La innovación enviará alertas electrónicas a las turbinas.

La reina Letizia sacó el asunto a colación en un seminario sobre Periodismo. Se preguntó allí sobre la tesis que defiende la necesidad de reducir drásticamente el consumo de energía y recursos naturales para evitar el agotamiento del planeta. Es la llamada teoría del decrecimiento. Explicó allí doña Leticia que quienes la propugnan se oponen al concepto del «desarrollo sostenible», ahora imperante en los foros internacionales, para avanzar en la descarbonización.

Un debate difícil de abordar porque obliga a poner en solfa lo que se plantea en las cumbres sobre el clima y cuyos tímidos compromisos ya resultan lo bastante arduos de conseguir como para cuestionarlos por insuficientes. Ello no obsta para hacer oídos sordos y desatender los criterios de aquellos científicos y economistas que sostienen, con argumentos de peso, que la humanidad va por un camino equivocado y que algo hemos de hacer para corregir lo que consideran ruta suicida.

El decrecentismo parte de la base de que una escalada en la producción de bienes y servicios forzosamente ha de aumentar el consumo de recursos naturales hasta colapsar el planeta. Entienden que la Tierra ya está sometida hoy a un nivel de explotación muy superior al que puede soportar y, en consecuencia, ha de ser frenado.

El problema, según afirman, es que la actividad humana consume recursos con mayor rapidez de lo que la naturaleza es capaz de regenerar, y que la sometemos a un desgaste como si dispusiéramos de casi dos planetas en lugar de uno. Semejante déficit ecológico, reconocido por la comunidad científica de forma casi unánime, tiene consecuencias dramáticas sobre la gente.

A esa distorsión se le atribuyen catástrofes naturales, sequías prolongadas, deforestación, contaminación de los mares y el agotamiento de las pesquerías, entre otros males que nos aquejan cada vez con mayor frecuencia. Convulsiones interpretadas como el lamento de un planeta al que tratamos como si fuera infinito.

No es cuestión de alimentar las teorías catastrofistas que venimos escuchando desde hace dos siglos cuando Thomas Malthus pronosticaba grandes hambrunas y hecatombes, sino de poner un punto de racionalidad al trato que deparamos al espacio natural del que depende nuestra propia supervivencia.

En la actualidad, un 20 % de la población acapara el 85 % de los recursos naturales y la pretensión de homogeneizar el nivel de consumo en todo el mundo conllevaría una explotación aún más desaforada de los recursos naturales. Ir corrigiendo la cultura del consumismo en favor de los ideales de cooperación y distribuir mejor la riqueza parece justo y de sentido común.

Ello requeriría la modificación de estilos de vida diseñados para gastar más e incentivar la reutilización y el reciclaje, evitando despilfarros como la obsolescencia programada. Adelantar la vejez de electrodomésticos, móviles y otros dispositivos electrónicos con el fin de que los tiremos pronto y compremos otros es una aberración.

El ministro Escrivá dijo en aquel seminario que la humanidad siempre demostró una capacidad de innovar superando dificultades enormes y que ese reto se podrá superar sin necesidad de decrecer. Creo que es mucho suponer, y eso que soy de los que confía en la ciencia para afrontar los grandes desafíos.

No creo en las tesis apocalípticas y tampoco en los planteamientos utópicos, lo mejor suele ser enemigo de lo bueno, pero hay tendencias que conviene corregir y lo sensato es buscar puntos de equilibrio que, cuanto menos, moderen la sobreexplotación del planeta. Nos jugamos demasiado.

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