Carmelo Encinas Columnista de '20minutos'
OPINIÓN

La bala de Normandía

Buques de EE UU desembarcando en Normandía en junio de 1944.
Buques de EE UU desembarcando en Normandía en junio de 1944.
WIKIPEDIA/US Coast Guard
Buques de EE UU desembarcando en Normandía en junio de 1944.

Es un local pequeño atestado de armas viejas, cascos oxidados y banderas desvencijadas. Entrar allí es como colarse en el túnel del tiempo y retroceder 80 años. El tipo que atiende, mimetizado con la época, detalla cada objeto, ya sea una insignia militar, un cuchillo de combate o una cantimplora. Yo le compré la punta de una bala, un proyectil de unos cinco centímetros cubierto por la costra que certificaba el paso del tiempo sumergido en la playa, la playa de Omaha. Tres euros pagué por ese pedacito de plomo y cobre. En aquellas arenas blancas que se tiñeron de sangre el 6 de junio de 1944 aún siguen apareciendo objetos metálicos y, aunque está prohibido, hay gente que rastrea la tierra con detectores de metal en busca de vestigios del desembarco en Normandía.

Hace años unos geólogos británicos analizaron muestras de arena recogidas en la orilla y descubrieron que, junto al cuarzo y otros minerales, había en una proporción del 4% minúsculos fragmentos de metal erosionado procedentes de la metralla y los proyectiles que inundaron de fuego y muerte el famoso Día D. De las cinco playas del desembarco, Omaha fue con diferencia la más castigada por la artillería alemana, allí cayeron 4.000 norteamericanos en pocas horas. Semejante carnicería flota todavía en el ambiente de esa zona de Saint-Laurent-sur-Mer que vive del turismo. Es como si la huella del pasado invitara más al paseo y la reflexión que a zambullirse en unas aguas atlánticas bastante más frías que las nuestras del Cantábrico. Los turistas no suelen bañarse, hay cierto respeto reverencial a ese espacio marcado por tantos rastros de lo acontecido entonces que resulta imposible sustraerse a la atmósfera bélica.

A pocos metros de la arena se mantienen como ballenas varadas los enormes bloques de hormigón que los ingenieros británicos y americanos trajeron flotando desde Inglaterra para ensamblar el puerto artificial donde descargar el material pesado de la invasión. Están casi intactas las casamatas alemanas con los nidos de ametralladoras y los cañones de gran calibre, pesadilla de los invasores. Y están, sobre todo, los cementerios, testigos silentes del precio que unos y otros pagaron por liberar a Europa de la tiranía. Sobre la playa de Omaha, en Colleville-sur-Mer, se alza la impresionante necrópolis norteamericana, un bosque de cruces blancas que, a pesar de acoger a solo un tercio de los fallecidos yanquis, refleja el alto coste de su factura en vidas humanas. Muy cerca, en La Cambe, el cementerio alemán no resulta menos impactante. Una inmensa pradera con pequeñas lápidas en forma de cruz con los nombres y fechas de nacimiento y deceso de los allí enterrados.

Esos registros, donde figuran muchos caídos con solo 15 o 16 años, revelan hasta qué punto el Tercer Reich sacrificó a su juventud por el fanatismo y la ambición de una banda de psicópatas. Datos que constatan la idea recogida en una inscripción a la entrada del cementerio donde reza que muchos de sus soldados no eligieron la causa por la que lucharon. Tal reflexión puede hacerse extensible a todas las guerras que en la historia han sido, incluidas las que actualmente son. Detrás de las contiendas hay siempre tiranos que desprecian la vida ajena, empezando por la de sus propios soldados. Nunca debiéramos olvidarlo y menos ahora que los radicales salvapatrias asoman de nuevo en Europa.

Por cierto, aquella punta de bala oxidada que compré al anticuario de Omaha olvidé sacarla de mi estuche de viaje y la requisó con gran aspaviento un segurata del aeropuerto de México. Me dijo que era material de guerra. Tampoco faltan los imbéciles.

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