OPINIÓN

¿Podremos dejar de ser kafkianos?

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Franz Kafka, el escritor de cuya muerte se cumplía el pasado 3 de junio el centenario, hizo algo más que buena literatura. Supo dar con el alma, o con la carencia de alma, de nuestro tiempo. El siglo XX y lo que hemos recorrido del XXI se rigen aún por lo kafkiano; o sea, por lo que define ese popularizado adjetivo que usamos para calificar un absurdo cotidiano, un irracional encontronazo con la Administración o la situación política que hoy vive España sin ir más lejos. ¿Cómo dio un reservado joven de Praga con esa clave que abarca a toda una era?

Las ciclópeas y estructuradas pesadillas que componen el infierno novelesco de Kafka tienen su origen en el Instituto de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia en el que trabajó desde los veinticinco años y en los informes minuciosos que elaboró para éste sobre las lesiones y las mutilaciones que sufrían los obreros en contacto con las máquinas industriales. A las condena de esos hombres y de esas mujeres al riesgo físico y a la precariedad laboral se sumó en su vida otra que él mismo experimentaba en carne propia: la de los horarios de su trabajo funcionarial, que se le hacían mortificantes y tediosos.

La fábrica y la oficina. Las raíces de lo kafkiano residen exactamente en esas dos instituciones emblemáticas de la era contemporánea en las que se acabó corporeizado la maldición bíblica de ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y de hacerlo lejos de la tierra a la que cultivar como de los ganados con los que trajinar. Son esas dos instituciones, absolutamente artificiales y alejadas de la Naturaleza, las manifestaciones fácticas y tangibles del poder arbitrario, lacerante y carente de rostro que gobierna el cosmos kafkiano y que se revela, en un momento dado, con toda su hostilidad frente al individuo. El nazismo y el comunismo, o sea, las expresiones más agresivas, organizadas y explícitas de esa hostilidad fueron esencialmente construcciones funcionariales, tecnocráticas y burocráticas.

Hay una pregunta que podemos hacernos después de un largo siglo como el XX y de este último cuarto de siglo que hemos vivido ya entrados en el tercer milenio: ¿Podremos alguna vez dejar de ser kafkianos? El discurso que se impone es bastante pesimista. Proliferan las novelas distópicas aunque nos encontremos en el mejor de los mundos posibles, que es el de las democracias occidentales y de los Estados sociales del bienestar, ciertamente constreñidos por las actuales crisis, pero todavía no cuestionados en términos verosímiles y dramáticos. En ese generalizado balance pesimista entran, por supuesto, las nuevas tecnologías. Los mismos que nos servimos de ellas permanentemente jugamos a verlas como una amenaza. ¿No hay una contradicción en lamentar que nuestros móviles conozcan todos nuestros hábitos y a la vez en servirnos de ellos para buscar restaurantes, consultar cuentas bancarias, whatsapearnos o pagar facturas de taxis, aparcamientos y comercios? El mismo discurso que se ha impuesto socialmente sobre la Inteligencia Artificial es, en mayores o menores dosis, apocalíptico. ¿Y si, en lugar de llevarnos hacia un futuro más kafkiano, esas tecnologías nos alejan de la oficina y la fábrica que inspiraron a Kafka? ¿Tan dramático sería que las máquinas sustituyeran la mano de obra de los oficios con riesgo físico o que se esté extendiendo el teletrabajo? No sé. Solo pregunto.

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