Hace muchos años, tantos que ya se pueden contar por décadas, el actor Héctor Alterio se enamoró de León Felipe. No del poeta, al que conoció brevemente, sino de su poesía a la que sus contemporáneos miraban de reojo. León Felipe tiene un poema, Escuela, en el que hace un repaso de su tortuosa, torturada y trajana vida. Alterio lleva muchos años recitándolo, sabiendo o sin saber que su propia vida, a sus 94 años, es también una gran escuela. 

Ahora, el argentino que tuvo en Madrid su cárcel y ahora tiene su hogar querido, cuenta ese devenir en Una pequeña historia, un repaso de su vaivén entre Argentina y Buenos Aires y España y Madrid. Un espectáculo con dramaturgia de Ángela Bacaicoa, la compañera de vida de Alterio y acompañado al piano por Juan Esteban Cuacci.

Este sábado 22 y el domingo 23 de junio aún pueden verlo en el Teatro Reina Victoria de Madrid. En serio: corran a verlo. 

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Alterio cuenta su historia y por el camino, recita a León Felipe y tangos de Cátulo Castillo, Ástor Piazzolla, Enrique Cadícamo, Horacio Ferrer y Eladia Blázquez. ¿Y qué pasa? Pasa que Alterio te toca el alma con las manos, pero no con esas que tienen dedos largos como los suyos, con las manos de la voz y de su emoción hechas historia y veteranía.

Escuchar a Héctor Alterio recitando y contando su periplo abre y cierra heridas en el espectador. Es como ver a cicatrices viejas dando consejos a las tiernas. Y compartir el corazón desde una butaca de fieltro rojo. Quizá por eso los asientos de teatro tengan esa color. 

En un momento dado, en la función a la que acude el que escribe, don Héctor, gesticulando emocionado, derrama una copa de agua. Y lo incorpora al poema. Y el público se regodea en esa morcilla, en esa improvisación de quien lleva más de sesenta años de tablas y telones. 

Juan Esteban Cuacci y Alterio se complementan a la perfección en el espectáculo, dándose las réplicas, pinchándose con pullas cariñosas y con salidas de esas que nunca sabes si fueron de una sola vez o son de ensayada naturalidad. 

Corran a verlo. Corran y una vez allí, respiren, cierren un poco los ojos y déjense llevar mecidos a la lágrima, a la risa y a la melancolía dulce.