El próximo mes de agosto se cumplirá un año de la muerte de la joven Shamira Yeguas. La caída fortuita de una palmera en una pequeña plaza del Raval segó su vida y se dispararon todas las alarmas sobre la salud y la solidez del arbolado urbano. Episodios similares han tenido lugar en el parque del Retiro de Madrid y en otras ciudades españolas forzando a las administraciones a extremar el control.
El Ayuntamiento de Barcelona ha indemnizado a la familia de la fallecida, y es de justicia que lo haya hecho. Perfecto; pero más allá de analizar las causas naturales -sequía, enfermedades, vendavales- o de mantenimiento de lo vegetal, deviene urgente reflexionar acerca de las personas que viven en los márgenes. Si sabemos que los árboles no nos dejan ver el bosque, no permitamos que el derrumbe de una palmera nos impida ver qué circunstancias acompañaban la cotidianidad de Shamira, cómo vivía y qué hacía.
Hay más chicas y chicos como ella prisioneros del azar en las calles de la ciudad. En nuestra metrópoli malviven hombres y mujeres sin techo con adicciones y problemas de salud mental. También personas en el umbral de la pobreza o con escasos recursos. Hay que invertir más en lo social. Una sociedad que permanece impasible o reacciona con tibieza ante el drama de dos hermanas que a punto de ser desahuciadas se quitan la vida, es un fracaso colectivo. La caída de una palmera puede ser un caso fortuito; cierto, pero no lo es tanto el lassiez faire que predican algunos conservadores.
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