OPINIÓN

Protagonistas y figurantes

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene en una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados ante la atenta mirada del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el resto de componentes del Ejecutivo.
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene en una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados ante la atenta mirada del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el resto de componentes del Ejecutivo.
Europa Press
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene en una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados ante la atenta mirada del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el resto de componentes del Ejecutivo.

Lo peor de la permanente colisión bipartidista de España es que impide que salgamos del bipartidismo. Es el elemento vertebrador del teatro magnífico en que se ha convertido la política española. Parece que separa a los dos grandes partidos, pero en realidad los une. Finalmente, Podemos, Vox, Sumar o ahora Alvise no son más que satélites decorativos, aditivos que embellecen o afean el pastel, pero no cambian la esencia del engrudo. La democracia española está abonada a un bipartidismo que siempre dependerá, en lo sustancial, del voto nacionalista de la periferia, que es —a la vista de casi todas las tendencias— el voto más inteligente. Esa es la realidad que no han querido modificar los dos grandes partidos porque se sienten cómodos en ella, digan lo que digan, pues el turnismo tarde o temprano termina dando su premio: La Moncloa.

El tópico dice que el teatro del Congreso es malo, mediocre, pero la realidad es que está en la cúspide del arte dramático. Me creo todos los enfados de sus señorías y me conduelo de sus quejas y reproches, y termino con arritmias de rabia o indignación si me pongo a ver un rato el canal del Congreso (pocas veces). Son actores del método, aquel que encumbró a Marlon Brando o James Dean por la vía de creerse tanto el personaje que lo encarnaban hasta en el cuarto de baño. Marlon Brando no era Marlon Brando, sino Zapata o Vito Corleone o Stanley Kowalski, pero no solo en la pantalla, también justo antes de tirar de la cadena o mientras roncaba.

En la película Man on the Moon de Miloš Forman, el genial Jim Carrey interpreta a un humorista todavía más grimoso que él, Andy Kaufman. Es un biopic agotador. Uno se pregunta cómo semejante personaje pudo lograr algún éxito profesional. Kaufman aparecía en el escenario y se quedaba callado, como si padeciera una timidez inmovilizadora y tuviera una albóndiga por cerebro. Su voz era fina, desagradable, temblorosa como sus gestos. Pero lo mejor de la película no es la película en sí, sino un documental, Jim y Andy (de Chris Smith), que muestra las entrañas del rodaje. Jim Carrey se metía tanto en el papel de Kaufman que no lo abandonaba nunca, ni cuando se gritaba "¡corten!" ni cuando salía del plató ni cuando entraba en su casa. Era Kaufman desde que abría los ojos por la mañana hasta que se acostaba por la noche, cada minuto del día, de una manera desquiciante, casi dolorosa para el espectador, sin perder esa voz, sin abandonar esos gestos, sin rebajar esa grima. Cuando el serio y solemne Forman, personificando al espectador desesperado, le suplica a Carrey que, por favor, deje un rato el personaje, Carrey responde más Kaufman que nunca, más irritante que nunca.

Como Carrey, Sánchez y Feijóo son actores que se han enamorado de su personaje. Ha tomado el control completo de sus vidas. Deberían salirse un poco de él, descansar de un enfrentamiento que es necesario en democracia, pero que empieza a ser excesivo y grotesco, y probar otros papeles capaces de consensuar las casi imposibles mayorías que exige la Constitución para mejorar nuestra democracia (la igualdad del hombre y la mujer en la sucesión a la Corona, por ejemplo). Para mí, una reforma urgente —y utópica, soy consciente— sería proporcionar a los parlamentarios mayor autonomía decisoria, poder político real, de manera que sus votos e intervenciones en Cortes no dependieran tanto de las órdenes del partido como de su conciencia ideológica y personal. Y que el elector de su circunscripción juzgara. Pero soy consciente de la fuerza seductora del bipartidismo para sus beneficiarios.

Entonces, les pediría que la puesta en escena fuera más honesta y ahorrativa. En el Congreso existe un órgano muy socorrido, llamado Junta de Portavoces, que asiste a la presidencia en la toma de decisiones. La constituyen los portavoces de los distintos grupos parlamentarios y funciona por voto ponderado; es decir, el voto de cada portavoz vale tanto como el porcentaje de escaños de su grupo. Hoy en día, nos bastaría con una buena Junta de Portavoces, en vez del Pleno del Congreso, para que nuestros líderes pudieran seguir dando vida a sus excepcionales interpretaciones de ira y desprecio, pero sin tanto figurante innecesario. Es cierto que se quedarían sin los aplausos del hemiciclo, pero en esta era tecnológica siempre se pueden poner enlatados.

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