Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

El último minuto

Álvaro Morata (c) levanta el de la Eurocopa, tras vencer a Inglaterra este domingo en el Estadio Olímpico de Berlín.
Álvaro Morata levanta el trofeo de la Eurocopa tras vencer a Inglaterra este domingo en el Estadio Olímpico de Berlín.
Agencia EFE | EFE
Álvaro Morata (c) levanta el de la Eurocopa, tras vencer a Inglaterra este domingo en el Estadio Olímpico de Berlín.

Es ese momento inmemorial e interminable en el que se detiene la vista en el cronómetro. Comienza la cuenta atrás. Se corta la respiración. Los políticos se callan por una vez, los parlanchines y los bocones de tertulia balbucean y hasta los mosquitos de julio posan sus patas en la pantalla de la televisión a la espera de que el árbitro pite el final. El fútbol está compuesto de miles de últimos minutos que ya no se recuerdan, que son vacío en la memoria. Y en ese preciso instante en el que todo acaba, la vista se nubla y el corazón vuelve a bombear, hasta que se recupera la consciencia perdida.

El éxtasis colectivo del fútbol-nación apaga las penurias de los ganapanes lucrativos del deporte profesional de clubes y extingue el oportunismo de los políticos de medio pelo que ni siquiera son capaces de reconocer a alguno de los jugadores. Cuando ganamos, somos. En cambio, cuando perdemos, dejamos de ser. Pero tanto cuando ganamos como cuando perdemos, lo hacemos todos, por lo que el fútbol se convierte en una plancha igualitaria que nos nivela a ricos y a pobres, a personas de izquierda como a personas de derecha. Libres e iguales ante el éxito y ante el fracaso, ya te llames Yamal o Carvajal.

Un español puede cambiar de cónyuge una o varias veces en su vida, puede militar en varios partidos políticos y hasta puede convertirse a una nueva fe, pero nunca cambiará de equipo ni de selección. El fútbol es una religión de emociones totalitarias en la que, como dijo Galeano, no hay ateos. Por eso, los intelectuales siempre han recelado del fútbol, con permiso de Valdano. El desprecio de Jorge Luis Borges por el fútbol era colosal, porque detestaba las pasiones de las masas. Los estadios para el escritor argentino eran infiernos bárbaros donde las masas enardecidas se multiplicaban. De hecho, despreciaba los espejos y la cópula, porque reproducían a la gente.

Además, vencer a Inglaterra tiene algo de mito, porque hay un complejo edípico ante quienes expandieron el balompié por el mundo. El fútbol fue una mercancía británica que exportaba el Imperio, como las telas de Manchester o los préstamos de la banca Barings. O el mismo ferrocarril, allí en Huelva, o la siderurgia en Bilbao, donde se fundaron los primeros equipos en España por obra y gracia de la ingeniería inglesa, más de un siglo antes de que Nico Williams pisase San Mamés. Por eso, se dice fútbol, gol, penalti, córner y hasta se llama míster a un tipo nacido en Haro.

Pasarán los días y ese último minuto quedará en el olvido. La celebración pagana tras el final del partido se acabará diluyendo. Y todo recuperará su pulso, entre rutinas anodinas y vacaciones exhibidas en redes sociales. Mientras, el misterio redondo quedará dentro de los estadios vacíos. Allí donde, a veces, como en la vida misma, se piensa con los pies y se remata con la cabeza

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