Música

El libro negro de un pit-bull del rap

El Sicario
Daniel Alea

Miguel toma el libro y marca la primera pauta del ritual. El libro oscuro contiene un demonio embotellado. Lo llama el Sicario, y fue construido por el boli que empuñara durante años. «Que quede claro que esto lo escribí hace tiempo. Era joven, estaba perdido. Muchas veces vivía en la calle, otras robaba. Es puro, directo desde mi inconsciente. Carece de moral o ética», nos advierte. Y al abrirlo, las letras se retuercen. Es un códice de garabatos, como tachones centrifugados, siguiendo la estrategia de las culebras en celo. Miguel recuerda al brujo. Su libro, la arquitectura de un maniaco. Miguel es nervioso y tiembla, y entonces las palabras cobran vida.

El blackbook es un libro negro remachado en cinta aislante, preparado para los golpes, la lluvia, dispuesto contra la incompasiva fortuna. Un libro armadura o una libreta andante que usan los raperos como diario de rimas, apuntes de vida. En él nació este personaje que pertenece —y quizá le hayan oído gritar— al grupo malagueño Hablando en Plata Squad. Mezcla de ironía y boxeo léxico de la Costa del Sol. Lumpen Hop.

El Sicario es su rata de laboratorio sometida al experimento de la anfetamina. No tengo por qué caerte bien, leemos en rojo, al abrirse el libro oscuro que escribió hace más de cinco años. «Quise crear un ser malvado, un moderno hombre lobo a través del que expresarme», explica Miguel mientras acaricia sus tapas negras, como quien invoca el libro de los muertos. Por algo, el grupo que representa ha sido el rey del hardcore patrio. Es decir, maestro del insulto, pitbulls de mordisco abstracto.

Nunca antes el Sicario —ese archimaestre del mal, un personaje cruel— se había desnudado frente a un reportero. Visitar el blackbook es entender a la hidra creativa y no políticamente correcta. El libro empieza por Ésta es la mafia fantástica. Y Miguel se explica: «Con todo esto quiero decir que son delirios, fantasías, que no hablan realmente de mí». Son apuntes del cefalópodo que habita en las regiones del inconsciente. Es la basura que germina para llenar después los bolsillos de loqueros oportunistas o las celdas de los funcionarios de justicia si no se cataliza antes en un exorcismo. «Si este libro lo lee un psicoanalista o un grafólogo, me mandan al manicomio», asegura. Sus ojos muestran cariño, amor por el libro, a pesar de que casi todo lo que describe resulta delirante, obsceno y cruel. Ha sido su fuente de desahogo y un amigo. «Perderlo sería una putada gorda», dice.

Un despojo romántico en desuso

El blackbook es un bloc de notas que los raperos usan como caja negra de pensamientos. Si todo se hunde, si el avión Soler se precipita sobre las turbulencias de la existencia, siempre podrá rescatar sus notas, reencontrarse con sus golpes de letra, tan alejados de la pacífica y ordenada caligrafía china. «Ésta es una de las partes estremecedoras del libro», dice Miguel con rostro afilado, ojos inquisidores, boca de salamandra, mientras lo invoca y lee. «Tuve un romance con una hembra en coma / querían desconectarla / olí la escupidera / su hijo adolescente dormía a su vera / ella era vieja / lamiendo sus varices noté un bulto en la lengua...».

Los raperos y los grafiteros han utilizado los blackbooks desde sus inicios. Es un despojo romántico en desuso. «Un vertedero de palabras», como lo reflejaran los del Club de los Poetas Violentos. Bocetos, dibujos, apuntes, ideas, todo quedaba registrado en ellos. Muchos de los grafitis míticos pasaron antes por la libreta andante. El blackbook es, sin embargo, una rara avis entre los actuales raperos españoles, que han sucumbido con facilidad al MP3, la grabadora y el móvil. El boli se divorció de la mano. Y la mente de lo orgánico. «Seré un romántico. Pero este libro es un compañero. Un desahogo, un punto contra la soledad y los malos rollos. Hay sentimiento, mucho colocón. Es aleatorio. Desordenado. Guarro. Con partes de lucidez».

Así lo describe Miguel, antes de recitar una nueva rima, de explicarnos quién es el Sicario. «Es un indeseable. Es mi personaje, y yo soy su dios», sentencia, como preparándose para un nuevo encuentro, como marcando la fórmula que lo mantendrá bajo su poder. Y lee: «La violencia es necesaria / te lo enseñan en la infancia / hay que utilizarla sólo en caso de emergencia / con inteligencia / sin demencia / contra la competencia si tienes. / Los ejércitos celestes pelearán, pero perderán / susurrarán el nombre de Lucifer, el nombre de Satán, Belial y Leviatán, / y cambiarán de bando / el bien abandonará».

El Sicario es un personaje peligroso para jugar con él. Si eliminamos en el hombre la moral y el sentido de justicia, aparece el ente deforme, el Leviatán. «Ennegrecer la felicidad de algunas personas es lo que más me llama. / Yo rajé al Polifonte / largo de mi precioso campo de visión, bastardo / ¿a quién quieres engañar tú? / Venga, ataca, lanza, te dejo, muestra templanza / ¿donde está el manejo tan bueno de tus pulmones y garganta?». Miguel reconoce que el personaje casi lo devora, absorbiéndole años atrás. «Finalmente no pudo conmigo», se enorgullece. Por eso repite una y otra vez: «Yo soy su dios». Incluso ha generado anécdotas, como el día en el que Miguel le compró una chuchería a una niña y se le acercó un fan airado alegando que ya nunca más creería en él, que el Sicario, el líder de la mafia fantástica, no podía ser amigo de los niños. «Naturalmente, aquel chaval no había entendido nada», se lamenta Miguel.

El libro recuerda a los mitos antiguos, pues contiene fuerzas primarias. Miguel nos lo muestra a pocos días de la noche de Valpurgis. Conocerán la festividad, es el día de las brujas, noche inmortalizada por las películas del Paul Naschy y sus jamonas escotadas huyendo de la secta de vampiros. Es la noche de los espíritus por antonomasia en el norte de Europa. Una cita especial para Miguel. Sería la versión pagana de nuestro fin de año. Quiere poner una vela. Es todo simbólico. No hay superstición. «La brujería fue una fuente de resistencia», alega. Su inspiración ha sido el heavy y el ocultismo. Satán, como adversario de Dios, del poder. Todo antes de que el rap lo convirtiera en artista aguerrido y soñara con sepultar a otros MC, la competencia.

Entendemos que ese libro negro y viejo —«que está casi asegurado por su valor personal»— ha sido utilizado más como una fuente de catarsis que como una descripción vital. Es como un mándala jungniano en el que verter las fuerzas invisibles de nuestra jodida cabeza. La antítesis de El diario de Anna Frank. Leemos de soslayo: «Mientras haya fuentes, cubos de basura y papel, ya estoy salvado...». Su valor es más psicológico que de estilo. Su valor es lo honesto.

«La temática que tiene este libro en concreto, porque he escrito muchos más, es negro total, oscuridad total, siniestro total», continúa explicando antes de volver a recitar con su acostumbrada contundencia. «Saca la manteca / soy más perverso que un sacrificio azteca / chúpame las legañas con la lengua /

me cago en tus muertos / bebe de mi leche / hay que violar bebés / envenenarles el bibi / echarles cachillos de cristales al potito / taparles la cara con la mano y asfixiarles / escucharles los últimos latidos de su pechito...».

Ningún día sin demonio

El Sicario, o Miguel —ya no sabemos quién mira, quién piensa, quién consiente—, se detiene. Clava la vista en mis ojos, como esperando una respuesta, como esperando qué impacto puede tener su demonio en nuestra conciencia. Tras una pausa, vuelve a justificarse confusamente. «Son partes, delirios. No imaginados por mí. Quien sí puede llegarlo a hacer es el perverso, el Sicario», explica. ¿Tiene un sentido psicoanalítico lo de sacar lo innombrable?, le pregunto. «Totalmente», sentencia, antes de volver a sumergirse en ese océano de miedos, de pulsiones, de monstruos deformes y asesinatos, de fuerzas primarias encerradas en una botella de pulpa y tapa negra. Miguel ya no escucha.

El Sicario reza: «Mis letras debajo del mar son como orcas / a mí pa dormir me ponían grabaciones de gente despellejá / llorando y sufriendo a punto de morir / a causa del garrote vil / la guillotina o la horca».

Miguel, peleando contra su personaje, es la orca que vuelve a la superficie. «Esto no se lo había dejado leer a nadie». Frunce el ceño. Parece que a su alrededor hayan sido invocadas las potencias. Sus tatuajes cobran movimiento por sus tics nerviosos. «El Sicario es mi antítesis potenciada», concluye. El Sicario es ante todo la disciplina de escribir cada día. El «ningún día sin línea» de los viejos latinos. Estas rimas forman parte de la cripta de lo inédito, lo expulsado instintivamente, sin moral, estrellado como un feto sobre las baldosas de un hospital psiquiátrico.

Miguel cierra el libro, quiere salir a pasear, perderse por el parque del caótico barrio de Lavapiés. Al despedirnos deformamos el viejo lema romano para él: «Ningún día sin demonio, Miguel».

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