Calle20

¡Atrévete a entrar ahí!

Sanatorio abandonado en Francia
Juan de la Cruz López

Un buen día los habituales del edificio recogen sus cosas y se marchan. Cierran la puerta sin intención de volver a abrirla. Sólo quedan los objetos, el polvo, el silencio del deterioro. Más tarde se cuelan la hiedra, el musgo o la paloma que entra por un cristal roto y se deja morir en una de las salas vacías.

Pertenecen a lo que nunca vemos y conviven silenciosos con el paisaje. Todos sabemos de algún lugar abandonado: fábricas obsoletas, instituciones que perdieron su función, negocios en quiebra, casas que no interesan a nadie.... Su pasado está en cada objeto que los antiguos pobladores han dejado dentro.

Los exploradores urbanos —miembros de un movimiento espontáneo que ya se extiende por los cinco continentes— se adentran en cualquier construcción que esté inhabitada. Les interesa el vacío, la soledad, lo detenido en el tiempo. Para todos, una sola norma: «No dejes nada más que huellas, no tomes nada más que fotos». Los abandonos, así los llaman, son como obras de arte, hay que preservarlas y respetarlas para que el mayor número de personas las disfrute.

Una vez empiezas, no puedes dejar de buscar. «Somos coleccionistas. Queremos entrar en el mayor número de lugares y que sean de calidad. Documentación, cualquier objeto que se dejara allí..., todo eso hace al lugar más interesante», dice el granadino Juan de la Cruz López. «Es intentar ver lo que hubo, revivirlo. Tiene un punto de nostalgia», opina la madrileña Amaia Castells. «La investigación, el misterio, la adrenalina que derrochas nada más entrar... La exploración urbana es un delito sin víctimas», cuenta  Elmar Dam desde Holanda.

No hace falta mucho para vivir la experiencia: una cámara, una linterna que no te deje tirado, unos buenos zapatos, guantes que protejan las manos de polvo y óxido y un poco de astucia para encontrar la entrada. «Aunque suene increíble, siempre hay por donde entrar. Nunca forzamos cerraduras», dice Amaia, fotógrafa y exploradora. Tiene 32 años, es inquieta y risueña, le gustan los tatuajes y lleva el pelo recogido en una cola de caballo. La Churri es su apodo artístico. A la pregunta de por qué lo escogió, contesta con una carcajada: «Fue lo más hortera que se me ocurrió».

El matadero de Villaviciosa de Odón fue su primera experiencia con un abandono y desde entonces no ha parado de fotografiar los lugares en los que se cuela. En abandonadoasusuerte.blogspot.com, su blog, cuenta detalles y publica fotos: la habitación de un hostal amueblado tan sólo con una silla sobre la que alguien dejó una toalla blanca que permanece esperando a su dueño, papeles amarillentos  amontonados en una mina de carbón que cerró en 1977, un internado belga, las galerías de un balneario...

De niña, Amaia ya apuntaba maneras. Sentía curiosidad por los lugares sin vida. Sus padres tenían un apartamento de verano en Calpe (Alicante) y el bloque de viviendas de enfrente estaba vacío. Ella miraba con ojos grandes desde la terraza a la mole misteriosa: «Pensaba en lo mucho que me gustaría entrar. Sin duda es adictivo, le coges el gusto. No se pasa miedo, lo estás disfrutando tanto que no piensas en los peligros».

Un colegio, una mina, una clínica, un club de alterne...

Los que la practican saben que la exploración urbana no está libre de riesgos. «No conviene ir solo. Hay suelos que se pueden caer, agujeros escondidos en los que puedes meter el pie, cascotes...», dice Juan, de 34 años y veterano en la materia. Amaia no deja de referirse a él como la persona que la introdujo en los abandonos: «Descubrí su blog, le mandé un correo, nos conocimos y empezamos a hacer entradas».

Juan se ha colado, siempre acompañado de un grupo de exploradores habituales al que ahora se ha unido Amaia, en cerca de un centenar de lugares repartidos entre España, Francia, Alemania y Bélgica. Los viajes no eran casualidad: el ansia por descubrir lo ha llevado a desplazarse muchos kilómetros para encontrar el abandono de sus sueños.

Sus ojos han visto la dulce decadencia, a veces tétrica, de atmósferas tan diferentes como las de un colegio, una mina o un sobrecogedor club de alterne en plena carretera con barra roja acolchada y camas redondas. A veces, de tan apacibles, las fotos resultan turbadoras, cercanas a una película de terror. Basta con ver unas pocas imágenes de clínicas que conservan aún cunas hospitalarias y carteles demodé para que nos embargue la sensación de que puede pasar algo. En uno de estos hospitales, Juan descubrió en los baños un intrigante collage de radiografías, colocadas en fila, como si fueran el eterno diagnóstico pendiente.

A Juan, andaluz, alto y afable en su seriedad, también le picó el gusanillo cuando era pequeño. Sentía atracción por las casas abandonadas. Sacar fotos vino después y en la Red encontró a otros con los que compartir sus pesquisas. Este verano en Bélgica, él y Amaia estuvieron en uno de esos lugares llamativos que congelan el corazón durante unos instantes. Fueron en busca, previo chivatazo por Internet, de una nave industrial con autobuses abandonados. Llovía a mares y, al descubrirla, ya era de noche. Al día siguiente volvieron con fuerzas renovadas: los grandes vehículos, de los años setenta, habían sido buses urbanos, escolares, de largo recorrido... Descansaban en aquel almacén cubiertos de polvo, víctimas de la modernización. El grupo pasó horas en silencio, dentro o fuera de los 15 autobuses, captando imágenes. Los resultados se pueden ver en el blog de Amaia y en abandonalia.blogspot.com, la página de Juan, que tiene más de tres años y fue una de las primeras webs españolas sobre exploración urbana.

Casi al mismo tiempo que Abandonalia, se creó el Club de Exploradores de Lugares Abandonados (CELA), del que Juan fue de uno de los primeros miembros. Es el foro español donde unos 200 (los más activos) se ponen en contacto, se juntan para descubrir lugares, hablan de lo que han visto y sentido en cada uno de ellos y se soplan información sobre abandonos nuevos. Incluso han creado un canal de televisión, CelaTV, en el que reportajean sus incursiones.

Pero no todo en la Red es de color de rosa: aunque es una herramienta útil, puede acarrear algún disgusto. «El problema de no saber con quién compartes información es que hay muchos interesados en el tema por motivos diferentes. Estamos nosotros, pero también los que juegan al paintball o los grafiteros. Incluso hay que cuidarse de los supuestos parapsicólogos, que buscan escenarios en los que inventar algo para publicitarse. Queremos que el sitio permanezca como se ha dejado. Por eso intentamos filtrar, tener un sistema de confianza. El que va poniendo sitios nuevos se gana una reputación por compartirlos, y en las quedadas que se organizan para presentarnos vamos todos a un lugar ya conocido», dice Juan, que más de una vez regresó a construcciones que descubrió intactas para verlas destrozadas, saqueadas o pintadas.

En busca del cristal roto

Elmar Dam, holandés de Delft, de 33 años y explorador urbano desde hace 5, también lucha por preservar intactos los escenarios. En su historial de más de 125 lugares visitados incluso ha encontrado armarios con toda la vida de los antiguos moradores dentro: zapatos, chaquetas, una radio, periódicos, fotos...

«A muchos les gustaría robar ese tipo de cosas, así que lo mejor es mantener la boca cerrada delante de quien no conoces mucho. Respetamos el abandono».

La investigación y la búsqueda son para Elmar parte del juego. Se decanta por las construcciones industriales, aunque no desaprovecha la oportunidad de adentrarse en casas. Busca en periódicos y publicaciones antiguas historias trágicas de fábricas o empresas que quebraron. En cualquier trayecto, a pie o mientras conduce, trata de fijarse en edificios desaliñados que indiquen que ya no hay nadie allí. «En cuanto veo ventanas rotas o falta de tejas ya estoy pensando en entrar. Si no puedo investigar en ese momento, tomo nota de la localización en mi Blackberry para volver más tarde».

Una vez dentro, las sensaciones son casi místicas: «Puedo sentarme en un lugar abandonado en silencio durante largo rato, tan sólo para saborear la emoción y recomponer e imaginar cómo eran las cosas en el pasado. Me encanta ver la decadencia, cómo la naturaleza se adueña de nuevo de sus dominios».

Dam es uno de los administradores de Urbexforum, uno de los foros de abandonos más populares de Europa, con miembros de todo el mundo. Se definen como «comunidad global» y también comparten fotos, testimonios y vídeos de sus incursiones. Podría decirse que es el hermano mayor de CELA: lleva activo 5 años y 700 miembros de todo el mundo aportan su granito de arena para alimentar la fiebre exploradora.

Hace poco más de un año han iniciado una nueva aventura, Explonation, una revista on line «para compartir las historias que hay tras las fotos» donde miembros de Urbexforum escriben reportajes de las incursiones más impresionantes. Hay un lugar para una cantera que se derrumbó hace 80 años, un castillo en mitad del campo o una cárcel en las afueras de Nashville, Tennessee (EE UU).

Sacos de dormir y barbacoas

La exploración urbana experimenta un sentimiento de comunidad cada vez más sólido. Aficionados que viven lejos y, en apariencia, no tienen nada en común, se ayudan, intercambian consejos, se conocen y quieren verse en persona, «ponerle una cara al mote». Seducidos por esta idea, en Urbexforum montan grandes quedadas. Ya han celebrado 4: «Como no queremos que esto se convierta en una especie de congreso, hemos limitado el número de asistentes a 100», dice Elmar, que ayuda en la organización. Acuden miembros de toda Europa y, cada vez más, de EE UU y Canadá. Llevan sacos de dormir e incluso barbacoas para acampar y comer cerca de abandonos que están en medio de la nada. A veces duermen dentro de los mismos edificios que exploran.

Como recompensa a la dificultad para colarse —la suciedad, el peligro de residuos químicos en las fábricas o los techos semi-derrumbados—, está la sorpresa, el sentimiento de ver algo inusual y casi arqueológico, la emoción de no saber qué oculta una construcción a la que ya no va nadie sin otro futuro que el derrumbe. Un hospital para tuberculosos en Alemania o una fundición belga son los lugares que Elmar atesora con extremo cariño por la impresión que le causaron. Amaia tira por lo sentimental para escoger el lugar abandonado que más la conmocionó. Tuvo el privilegio de ver hasta el último rincón de la ya derribada cárcel de Carabanchel (Madrid): «fue el abandono más emotivo de todos, por lo que significa para mí. Yo vivía al lado y escuchaba su día a día: los presos, el recreo... Asistí a la vida y a la muerte del edificio. Tirarla fue un error y, para colmo, no han hecho nada con el terreno».

En la exploración urbana también hay lugar para el sobresalto. Juan se llevó uno confundiendo maniquíes despedazados con cuerpos de verdad en la oscuridad de una tétrica sala de fiestas abandonada. A cambio también hay escenas celestiales, como la que recuerda en una antigua base militar soviética en la parte oriental de Berlín, cuando sorprendió dentro a los nuevos habitantes de la vieja instalación bélica: un par de ciervos.

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