Si Rebeca Rodríguez pudiera hablarle al oído a una mujer maltratada, le diría: “Huye. Escapa. Si te mata no te imaginas lo que queda aquí. Tus hijos ya no van a tener una vida normal. Jamás. No van a volver a confiar en la gente”.
Rebeca, 30 años, es la menor de los cuatro hijos del matrimonio de Benita del Valle y Eugenio Rodríguez. En mayo de 2006, la noticia de que Eugenio había degollado a Benita, había troceado su cuerpo y lo había tirado en bolsas de basura al Pisuerga dejó a Valladolid helado. El día que la Policía halló la primera bolsa con los restos de Benita, su hija Rebeca llevaba 70 días -y 70 noches- preguntándose por el paradero de su madre y consolando a su padre, “deshecho” por el supuesto ‘abandono’. Ese día, Rebeca no lloró.
“Es como si vieras una película. Parece que no te está pasando a ti realmente. No reaccionas”, cuenta esta joven de aspecto frágil y tono sereno gracias a muchas horas en el diván del psicoanalista.
Una pesadilla muy real
La sensación de irrealidad que vivió Rebeca también la sintió Sonia (en la foto, arriba) el día que su padre mató a su madre, Encarnación Rubio. No podía ser cierto lo que escuchaba entre el griterío de sus vecinas: que Francisco acababa de atropellar con su coche a Encarnación hasta la muerte. Pero ocurrió. A la vuelta de la esquina de la casa familiar, en la urbanización El Ventorrillo de Cúllar Vega, en Granada. El 31 de marzo de 2004.
“Tenía 26 años y lo recuerdo como el último día de mi vida, como una pesadilla de la que probablemente aún no me haya despertado”, cuenta Sonia, 32 años, en el salón-comedor de la casa de su madre, rodeada de retratos de una mujer que vivió empecinada en ocultar a sus hijos los abusos que estaba padeciendo. Encarnación Rubio fue la primera maltratada de España que contaba con una orden de protección cuando la mataron. Sus hijos ni lo sabían.
Preguntas sin respuesta
Natalia también ha perdido a su madre, Cristina Lang. Su padre, Antonio Serrano, la mató el 23 de septiembre de 2008, unas horas antes de la vista judicial de su divorcio. Tras cuarenta años de malos tratos, Antonio se presentó en la finca familiar de Villanueva de la Cañada (Madrid), acorraló a Cristina contra un mostrador y la mató de once puñaladas.
Con el shock de unas muertes tan brutales los hijos empiezan a hacerse preguntas. Sobre todo una, ¿por qué? Sonia, la hija de Encarnación Rubio, se la ha hecho millones de veces, “pero no voy a encontrar la respuesta verdadera”, dice. Se queda pensativa, y suelta: “Creo que (mi padre) pensaba que era suya, y así consiguió que fuera suya”.
Rebeca, en su proceso de recuperación, también intentó comprender lo ocurrido el día que su padre descuartizó a su madre. Y le sumó la duda de si ella pudo hacer algo por evitarlo. Otro interrogante al saco de las preguntas sin respuesta. “No sé si mi padre está loco, o es malo. Lo único que me puede aliviar es pensar que se le fue la cabeza, que perdió los nervios y que ya no es mi padre”, dice.
El juicio, el peor momento
Al daño emocional que atraviesan los huérfanos en ese momento hay que añadir su indefensión en un procedimiento judicial de complejo engranaje. La abogada Aurora Genovés -que ha estudiado todas las sentencias de crímenes de violencia de género de 1999 a 2007- sabe de lo que habla cuando dice que las familias de las muertas tardan demasiado en asumir que van a necesitar abogados, psiquiatras forenses y que tienen que estar muy encima del caso si quieren lograr un juicio justo.
La hija de Cristina Lang, Natalia, acaba de conocer la sentencia de su caso. Y aún está lamiéndose las heridas, confiesa, recuperándose del golpe que ha supuesto el veredicto de homicidio, cuando ella lo que esperaba era el de asesinato.
Víctimas a las que nadie ayuda
A unos metros del chamizo en el que su padre acorraló y mató a su madre, Natalia cuenta que incluso rehipotecó su piso para hacer frente a los gastos del juicio. “El Estado da ayudas, a cuenta de la posible indemnización, si eres menor de edad o dependiente, no si eres adulto”, explica. Ella ha tenido que pedir prestado hasta para incinerar a su madre. Mientras, observa impotente cómo el hombre que la mató sigue cobrando tres pensiones por haber trabajado en España, Alemania y Suiza.
El caso de Sonia podría parecer de chiste, si no fuera porque no tiene gracia. Su padre fue condenado a 26 años de prisión y falleció en la cárcel dos años después. Sonia, como heredera, tuvo que hacerse cargo de las deudas, entre ellas el pago del coche con el que él asesinó a su madre y la indemnización al hombre que intentó socorrerla.
“No hay ayudas para los hijos de las mujeres muertas por violencia de género”, dice Sonia. “No las hubo en mi momento. Y no creo que las haya ahora”, denuncia. Rebeca opina que los huérfanos del maltrato deberían recibir un tratamiento similar al de los huérfanos del terrorismo, para quienes el Estado actúa como responsable civil subsidiario.
Y cuándo él salga, ¿qué?
Miguel Lorente, el delegado del Gobierno para la Violencia de Género, recuerda que el año pasado se modificó la ley para que los huérfanos menores de edad pudieran cobrar, además de la pensión de orfandad, la de viudedad. Pero reconoce que aún es insuficiente. Pese a no ser partidario de equiparar a estas víctimas con las del terrorismo, sí lo es de caminar hacia un tratamiento más personalizado de cada caso.
El padre de Rebeca saldrá libre cuando ella tenga 44 años. “Al principio lo pensaba mucho. ‘¿Y si va en busca de sus hijos?’, me decía. Ahora deseo que no salga nunca. Que no aguante tantos años. Y si sale, que nos deje vivir tranquilos”.
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