La pandemia global nos ha sumido en una depresión global. Llevamos meses hablando de una vacuna que no llega, de unos confinamientos que no dan resultado, de una nueva normalidad transformada en terrible anormalidad, pura incertidumbre. Y encima hace mal tiempo. El pasado mes de octubre fue en España el más frío de los últimos diez años y el tercero en este siglo. ¿Nada volverá a ser como antes?

Borra esa pregunta de tu cabeza. En realidad, todo sigue siendo como antes; la naturaleza no ha cambiado un ápice. Solo cambiamos nosotros, antes tan imprudentemente valientes y ahora tan atemorizados. Olvidamos que somos la especie inteligente, que saldremos de esta más pronto que tarde, que no vamos a vencer al virus (es una nueva vida, extraña, pero ha nacido para quedarse), sino que nos acostumbraremos a vivir con él como ya hemos hecho con el resto de las enfermedades y reveses de la vida. Lo decía el inmortal Antonio Machado: «Todo pasa y todo queda».

Y pasan por los cielos las aves de invierno. Ajenas a miedos humanos, las grullas cruzan estos días los aires en ruidosas escuadras. Bailan alegres en las dehesas, ahora verdes, igual que saltan colirrojos tizones y petirrojos, todos invernantes llegados desde las frías tierras de Europa y tanto o más felices que nuestras perdices.

En el interior de esta burbuja de temor no nos damos cuenta de que la vida continúa amable, fluyendo con la serenidad de sus 4.000 millones de años. A la poeta Alfonsina Storni le gustaba «mirar las grandes aves que pasan sin destino». Pero en realidad sí que lo tienen. Alegrarnos la vida y enviarnos un mensaje de optimismo. Como decía Pablo Neruda, nadie podrá detener la primavera. Ni siquiera este virus cabrón.