OPINIÓN

El viaje de los árboles

En otoño, árboles y arbustos empiezan a caminar. Su viaje es grandioso, formidable. Algunos son capaces de avanzar cientos de metros, pero otros, los más osados, llegan a recorrer decenas de kilómetros en muy poco tiempo. Cuando no se tienen piernas, ni patas, ni alas, el periplo se nos antoja imposible, pero no lo es. Llevan millones de años utilizando un método infalible: el estómago de los que sí tienen piernas, patas y alas. Justo ahora, entregan sus frutos a quienes les harán gratis el traslado. Los botánicos lo llaman zoocoria. Un ejemplo son los tejos. Recios árboles de vida milenaria, individualistas, montaraces, muestran el rojo intenso de sus dulzonas bayas a currucas, zorzales y mirlos. Estas aves se los comerán golosas, ajenas a que las semillas van a viajar un rato en sus tripas; justo el tiempo que tarden en cagarlas. Caerán cubiertas de mierda, llamémoslo abono, en lugares donde sus descendientes progresarán en ese avance hacia el futuro denominado vida. Paseas por el campo y no te das cuentas, te da asco, pero mirando con detalle las cacas que el zorro deja bien visibles en medio del camino descubrirás infinidad de semillas de todos esos frutos otoñales que maese raposo mal digiere y luego va repartiendo, cual sembrador concienzudo: cerezos, endrinos, escaramujos, robles, hayas, acebuches, sabinas. Este año, la cosecha de bellotas viene muy buena, como saben bien osos pardos, jabalíes y, por supuesto, nuestros admirados cerdos ibéricos. Decía el escritor Albert Camus que el otoño es una segunda primavera, donde cada hoja es una flor. Y sin embargo nos infunde tristeza. Quizá por desconocer que incluso hundidos en la mierda podemos fortalecernos, salir adelante, volar.

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