Se llamaba Eléne. Tenía dos años y era de Mali. El 16 de marzo, tras una travesía de cuatro días en patera, llegó al muelle grancanario de Arguineguín con una deshidratación severa que acabó con su vida cinco días después. La imagen de un sanitario intentando reanimarla sobre el mismo asfalto del puerto dio la vuelta al mundo. Una más que añadir a ese álbum de desdichas, cada vez más abultado, con el que de vez en cuando jugamos a flagelarnos hasta que el olvido y el aburrimiento nos hacen pasar página.
¿Se acuerdan de Aylan? Tres años tenía cuando se ahogó frente a las costas de Turquía tras escurrírsele a su padre de las manos mientras huían del infierno. ¿Se acuerdan de su cuerpecillo inerte sobre la arena o desmadejado en los brazos del policía que lo recogió? Recuerden aunque haga daño. Como daño hace recordar la imagen de aquel pequeño, menudo y amortajado, con su carita redondita, arrinconado en el sucio suelo del hospital sirio de Douma, junto a una gran mancha de sangre, solo y dejado de la mano de Dios, si es que Dios tiene manos. Parecía dormido, pero estaba muerto. Como muerta acabó esa pequeña del campo de refugiados de Lesbos a la que un médico intentaba reanimar con un masaje cardiaco en su mínimo y escuálido pecho mientras la neblina de sus ojos nos adelantaba su adiós.
Y hablamos de estos cuatro casos, o de otros que nos abofetean de vez en cuando, solo por las fotos, porque un fotógrafo pasó por allí. Pero en 2017 murieron en el mundo, en situaciones semejantes y sin fotógrafo, 5,4 millones de niños menores de cinco años: 14.794 al día, 616 a la hora, más de 10 al minuto, uno cada seis segundos. Ahora, agite su conciencia y calcule cuántos pequeños han muerto en el tiempo que le ha costado leer esto.
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