Un día de hace cinco años, cuando falleció un amigo común, me dijo Enrique: “Lo peor de que la gente próxima se muera es que, de pronto, ya no están. Te hacen falta y no están. Piensas: cómo se titulaba aquel libro, cuál es el teléfono de Fulanito, qué había que echarle a los espaguetis; voy a llamar a… Y no puedes llamarle porque, de repente, ya no está. Acostumbrarse a eso es terrible y es muy largo, es la peor soledad de todas”.
Ahora es él quien ya no está. Enrique Tierno Pérez-Relaño falleció mientras dormía en la noche del viernes 3 al sábado 4 de septiembre. Había pasado un agosto muy malo pero estaba animado, como siempre. Le falló el corazón y no despertó; quizá sea esa la mejor manera de irse. El hijo de Enrique Tierno Galván vivía, en los últimos años, entre Barcelona y Berlín.
Yo creo que con Madrid estaba algo dolido. Algunos años después de la muerte de su padre (1986), a finales del siglo pasado, fue elegido concejal de la capital de España en las listas del PSOE. Hablaba poco de aquello, cambiaba de conversación. Adquirió entonces una invencible desconfianza hacia las maquinarias de los partidos políticos y hacia sus peleas internas, a veces terribles. Un sabio como él, un progresista que manejaba una cultura inmensa, que pertenecía a la Real Academia de Doctores y que había sido educado en la honestidad intelectual y el rigor ético de Tierno Galván, no se hallaba cómodo en ambientes en los que la traición o la deslealtad no son defectos, sino méritos.
Fue elegido (por gran mayoría) presidente del Ateneo de Madrid en 2015. Tenía un programa ambiciosísimo. Duró un año. Dimitió por “razones de salud”, dijo, pero yo siempre he creído que las querellas internas de esa venerable institución acabaron con su paciencia. Poco después cerró su casa de Madrid (un maravilloso chalet en cuyo jardín, casi un bosque, Karin, su adorable mujer, estudiaba a los pájaros) y empezó a vivir entre Barcelona y Alemania, de donde era ella.
Siempre he creído que las querellas internas de esa venerable institución acabaron con su paciencia
Enrique Tierno era un hombre bueno, en el sentido machadiano de la palabra. Zumbón, sarcástico a veces, de conversación inagotable y brillantísima como corresponde a un auténtico ilustrado, estaba orgulloso de unas cuantas cosas, pero sobre todo de una: lo que hizo con el legado, el archivo privado de su padre. Eran cajas y cajas llenas de papeles, cartas, cuadernos, apuntes, documentos muy variados (yo los vi) y de un extraordinario valor para comprender la personalidad y el pensamiento del legendario alcalde y profesor. Enrique hijo decidió donarlos a la Biblioteca Pública Arús, de Barcelona, una institución históricamente muy ligada a la Masonería de la que él, Enrique, formaba parte: era grado 33 y pertenecía a la Gran Logia Simbólica Española. Tierno Galván no era masón, pero su hijo decidió que aquel legado no acabase en un armario criando polvo sino que estuviese al alcance de los estudiantes o de los estudiosos, que permaneciese vivo. Así ha sido.
Eso le hizo feliz. Y ahora resulta que es él, Enrique, quien no está. Con la falta que nos hace a sus amigos. Pero ya no está, le llamamos y no contesta. Es la primera vez que no contesta Tierno ya. Qué soledad, de pronto. Qué melancolía, qué pesadumbre, pero sobre todo qué soledad. La peor de todas. Él lo decía.
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