Este artículo podría titularse El Marlaskazo, por razones obvias, pero puestos a evocar a los columnistas de la Transición prefiero centrarme en otros protagonistas del sainete, recordando el ‘ruido de sables’ con el que nos asustaban entre líneas quienes detectaban en cuarteles y salas de banderas movimientos contra la naciente democracia.

"Si un guardia está incómodo con el ministro, lo único que puede hacer es lo que haríamos tú y yo: aguantarse"

Sobre los errores y limitaciones de Grande-Marlaska ya han escrito mucho estos días, sobre todo quienes aplaudieron con las orejas su nombramiento, celebrando la llegada al Gobierno de un juez conservador que en el Consejo General del Poder Judicial había estado siempre en sintonía con el PP. Toca hablar de las limitaciones y errores de la otra parte: unos funcionarios que se creen parte de una institución intocable y unos voceros que hablan alegremente de "injerencias", "intromisión", "líneas rojas" y "malestar" o sostienen que los nombramientos en un cuerpo policial "no deben estar al albur del capricho político de turno" (lo oí, tal cual, en una tertulia), olvidando que las fuerzas de seguridad son un instrumento del sistema democrático que el poder ejecutivo emanado de las urnas tiene obligación de dirigir.

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Autonomía tienen los jueces en el ejercicio de su jurisdicción, cosa que los ministros no deberían olvidar, pero no la tienen los guardias y especies afines en el cumplimiento de sus deberes. Si un guardia está incómodo con el ministro, la directora general, el vicepresidente o el presidente, lo único que puede hacer es lo que haríamos tú y yo: aguantarse y votar otra opción en las próximas elecciones. Todo lo demás es tan anacrónico como las toscas proclamas de cayetanos y cacerolos. O como el titular de esta columna.