Carmelo Encinas Columnista de '20minutos'
OPINIÓN

Mascarillas y mutaciones

Dos turistas británicos en Barcelona.
Dos turistas británicos en Barcelona.
ENRIC FONTCUBERTA / EFE
Dos turistas británicos en Barcelona.

Esta noche, a las doce, la mascarilla dejará de ser obligatoria en los espacios abiertos. El Gobierno tomó esta decisión, en línea con otros países de nuestro entorno como la vecina Francia, que así lo hizo la semana pasada, sin el consenso de los epidemiólogos, la mayoría de los cuales habrían preferido mantener la medida de protección algunas semanas más. Como en España a cualquier iniciativa se le busca el interés político, esta de la mascarilla ha sido vista por la oposición como una forma de opacar la concesión de los indultos a los presos del procés, lo que no parece tener mucho sentido.

La retirada de esta obligación tiene, eso sí, un componente simbólico de liberación nada despreciable que, de alguna manera, parece marcar de una vez por todas el principio del fin de las limitaciones a que nos sometió la extensión del virus.

"En España se teme que la variante india, todavía muy minoritaria, avance de forma exponencial hasta imponerse en las nuevas transmisiones en dos semanas"

La mascarilla seguirá siendo obligatoria en los espacios públicos interiores y, en consecuencia, deberemos llevarla para entrar en el supermercado, subir al autobús o bajar al metro. No podremos salir de casa sin ella a no ser que tengamos la absoluta convicción de que no vamos a entrar en un lugar cerrado o de que no nos acercaremos a menos de metro y medio de un no conviviente. Será en cualquier caso de agradecer, ahora que llegan los calores de verdad, el no vernos obligados a embozarnos y sentir el agobio que las mascarillas producen cuando se disparan las temperaturas. El imperativo de usarlas ya resultaba un tanto ridículo en los paseos por el campo o espacios muy abiertos donde casi no te cruzas con nadie o lo haces a varios metros de distancia.

Es necesario sin embargo incidir en la pedagogía para que esta medida liberadora no se traduzca en una bajada de la guardia generalizada. El virus sigue ahí y, por lo que cuentan los científicos, las mutaciones que ha experimentado lo hacen más contagioso y agresivo que nunca. Es el caso de la variante Delta o variante india que se ha hecho fuerte en el Reino Unido hasta afectar al 90% de los contagios que sufren los británicos. El hecho de que esta mutación no encuentre la suficiente resistencia entre los pacientes que solo recibieron la primera dosis se ha convertido en la peor pesadilla del Gobierno de Boris Johnson, que apostó por avanzar rápido con la primera dosis y retrasar hasta cuatro meses la segunda. Una fórmula que ahora tratan de corregir a toda prisa reduciendo a diez semanas el intervalo entre los dos viales.

Aquí en España se teme que la variante india, todavía muy minoritaria, avance de forma exponencial hasta imponerse en las nuevas transmisiones en dos semanas. Una perspectiva que, con mayor margen de maniobra que el Reino Unido pero igual premura, exige acelerar la vacunación a todos los grupos de edad y completar la segunda dosis antes de que se extienda tan agresiva mutación.

La irrupción de la variante Delta pone a España en una complicada situación con respecto al turismo británico, el más numeroso de cuantos nos visitan. Hay zonas turísticas de nuestro país con una dependencia casi total de quienes proceden del Reino Unido, y el Gobierno de su graciosa majestad ha mantenido hasta hoy a España con el semáforo en ámbar, lo que retrae extraordinariamente su afluencia. En la revisión de ayer de ese semáforo le dio luz verde a Baleares, aunque no a Canarias. Nuestro Gobierno ahora habrá de resolver un complicado dilema, si permitir abiertamente la llegada de británicos a las islas para levantar al sector turístico, o ponerle freno ante la hegemonía de la variante Delta en el Reino Unido. No será fácil decidir.

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