La semana pasada, durante el debate de una proposición de ley del grupo socialista para penalizar a las personas que acosan en las puertas de clínicas de aborto a las mujeres que acuden, defendida por mi compañera Laura Berja, el diputado Sánchez García, del partido de ultraderecha Vox, gritó de forma audible para toda la Cámara la palabra “bruja” dirigida a la diputada que ejercía en ese momento el turno de palabra desde el atril.
En ese momento, el transatlántico de la democracia, el barco de la palabra, del respeto y del debate chocó violentamente con la punta de un iceberg.
Aunque diferentes medios y asistentes apuntan a que no fue ni la primera ni la más gruesa palabra que este y otros diputados adyacentes dedicaban a la que es también su homóloga diputada, fue esa palabra, ese instante, helado, puntiagudo, el que provocó uno de los momentos más vergonzantes que pueden vivirse en un lugar destinado a debatir y confrontar de manera civilizada y democrática ideas y proyectos.
Así como el iceberg muestra de manera visible solo una pequeña parte, manteniendo bajo el agua el grueso de su masa helada, igualmente pasa con el trato, con la actitud, con las descalificaciones que la ultraderecha aplica, con especial dedicación a las mujeres diputadas, semana sí semana también, en sesiones plenarias, en comisiones o donde se tercie.
"Un insulto escuchado a luz de los taquígrafos y asistentes, hace mucho ruido"
Como un océano donde encontramos diversos icebergs a la deriva, la entrada de la ultraderecha en la vida parlamentaria ha hecho habitual que quienes ven en el Congreso y la política un lugar de servicio público y respeto naveguen por aguas donde el peligro está a la vista, de manera parcial, pero esconde una gran masa que resquebraja a su contacto cuanto se acerque a ella. Lamentablemente no todo el arco parlamentario lo ve así, pues los hay que callan, que otorgan, que asienten, que blanquean estos comportamientos. El iceberg, por ello, crece y crece y su masa bajo el agua da cobijo a la intolerancia y al desprecio.
Existe un famoso acertijo filosófico sobre si un árbol que cae en una isla desierta sin que haya nadie que lo escuche hace ruido. Porque un árbol que cae delante de espectadores, un insulto escuchado a luz de los taquígrafos y asistentes, hace mucho ruido. Y ese ruido conlleva de manera injusta que se asimile por igual a todos y se diga que todos somos árboles que hacen ruido al caer.
Pero, así como la filosofía se divide sobre si la ausencia de oído humano o animal permite concluir que un árbol que cae hace ruido, en nuestro entorno, como ocurre con la parte oculta de los icebergs, el ruido existe, es grande y se expande entre las bancadas, y solo cuando se conoce, cuando la punta del iceberg nos señala su existencia, se le da la notoriedad y la gravedad que merece.
Pero hay mucho iceberg bajo el agua y mucho árbol que cae y genera un ruido ensordecedor.
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