He escuchado con frecuencia a expertos en una materia de estudio y reflexión de tan breve bagaje como es unir infancia y móviles, que es preferible entregar a nuestros hijos uno de estos archiperres cuando aún nos escuchan. A los once o doce años es posible que aún tengan en cuenta nuestras advertencias; a los catorce o quince probablemente ya sea tarde, ya se crean de vuelta y más conocedores que nosotros de lo que es el universo digital. Y puede que tengan razón, pero nosotros, aunque solo sea por viejos, sabemos más de las muchas sombras del mundo real, en el que el online se apoya.

Pero una cosa son los móviles y otras las redes sociales, por mucho que los primeros sean la puerta a las segundas.

Las prohibiciones no son buenas consejeras. Que nuestros adolescentes huelan que solo nos mueve el miedo al hablarles de ellas, tampoco. Incluso algo con tantas cloacas como las redes sociales tienen sus virtudes, pueden aportar conocimiento y felicidad. Son herramientas.

Bien está, dados los riesgos, que se exija nuestro permiso explícito si quieren adentrarse en las redes sociales antes de los catorce años. La gran duda es cómo lograr que así sea. A priori, burlar esa ley en ciernes parece tan fácil como lo era hace treinta años esconder ciertas revistas en nuestros cuartos.

España impedirá por ley el acceso a menores de 14 años a redes sociales sin autorización paterna.