“Pues molt bé, pues adiós”. La frase del verano habría resultado muy distinta pronunciada en tono iracundo o escrita en un mensaje de Whatsapp sin un emoticono apacible. Los emoticonos forman parte de nuestra vida -hasta cobran cuerpo como protagonistas de películas- porque nos ayudan a trasladar el tono de la voz y la entonación de las palabras. Sin embargo, los expertos no se ponen de acuerdo. Algunos agoreros vaticinan que estos iconitos sustituirán a las palabras y ya han empezado a reivindicar los idiomas humanos, verbales de toda la vida. Otros, por el contrario, afirman que los emoticonos vienen a suplir todo lo que comunicamos más allá de las palabras: entonación, gestos, estado de ánimo y hasta lenguaje corporal.
Una frase sencilla como “estoy bien”, respondiendo a la pregunta típica de “¿qué tal estás?, puede significar que el individuo se encuentra, en efecto, bien o todo lo contrario: que está gravemente disgustado, si lo dice en tono seco y cortante. En una conversación cara a cara, lo sabemos, además, por la expresión. Se calcula que con 43 músculos del rostro producimos 10.000 expresiones faciales. Con todas ellas indicamos algo: si mentimos o decimos la verdad, si hablamos en serio o en broma, si somos amables u hostiles, e incluso si estamos diciendo una cosa o la contraria. En una conversación digital, no lo sabemos. Sin duda, los más de 6.000 millones de emoticonos que enviamos cada día traducen estados de ánimo y suplen en una pequeña parte ese lenguaje gestual.
Que sustituyan a las palabras no es un problema, sino sencillamente un imposible. Su peligro estriba en cómo simplifican hasta el extremo la matizada variedad de las emociones humanas. Cuando conversamos menos cara a cara y más por medios digitales nuestro catálogo de emociones, reacciones, sensaciones, se acaba restringiendo a dos docenas de emoticonos. Del mismo modo que cuando se ven muchos informativos termina por empequeñecerse nuestro corazón pensando que todos los problemas de nuestra vida pasan por Cataluñas, banderas y fronteras. Es propio de la condición humana el sentirnos incomprendidos, pero muchas veces esa soledad empieza dentro de uno mismo: si no sabemos cómo se llama lo que sentimos, mal lo podemos explicar. Si no distinguimos la melancolía de la apatía, la decepción de la frustración, o la rabia del enojo; si los emoticonos están a años luz de reflejar esas sutilezas, tal vez haya llegado el momento de recuperar aquella vieja herramienta donde aprendimos los matices: la literatura. Sin tono y sin gestos las conversaciones quedan cojas, pero por mucho emoticono que añadamos, poco se puede decir sin las palabras precisas.
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