Retiario

El convento de Apple

ibricks

Si piensa usted comprarse un iPhone, sepa que no será suyo del todo jamás. Éste es el mensaje que ha transmitido a sus a veces entusiastas seguidores Apple al proceder a una actualización de software que ha inutilizado aquellos iPhones que sus compradores habían tenido a mal modificar contra las instrucciones del fabricante. La modificación consistía en liberar al teléfono del candado tecnológico que lo mantiene esclavizado a una única red telefónica: los propietarios procedieron a reventar ese candado para poder usar sus iPhones en otras redes. Y por ello han sido debidamente castigados: ahora sus teléfonos no funcionan, y no está claro que vayan a volver a hacerlo. Apple, como había avisado (es cierto) con anticipación, ha transformado estos deseables iPhones en hermosos e inútiles 'ladrillos'. Lo cual ha causado indignación, incluso entre los 'fans'; amenazas de demandas y, lo que es peor, la burla de la competencia e incluso la comparación (negativa) con Microsoft. Todo para que un nuevo 'hack' restablezca, al menos en parte, la funcionalidad de los 'iBricks'.

Aparte de la inutilidad del ejercicio (hay más 'hackers' en Internet deseando liberar iPhones que ingenieros de Apple trabajando en cerrarlos; al final vencerá la Red) el incidente demuestra una creciente realidad en el mundo de la tecnología, que es el cambio de modelo: las empresas ya no nos venden sus productos como antaño, cuando al comprar nos convertíamos en genuinos propietarios que podíamos alterar o utilizar a nuestro gusto lo comprado. Nuestras adquisiciones vienen con límites que no podemos franquear; con ventanas que no podemos abrir sopena de perder la garantía, otras ventajas económicas, o (como en este caso) la misma funcionalidad. No puede decirse que seamos propietarios de una máquina si 'alguien' puede desconectarla a voluntad sin contar con nosotros. Un iPhone, a pesar de su precio, jamás es nuestro: sólo somos arrendatarios, y muy controlados.

La excusa es la de siempre: es por nuestro bien. Los acuerdos de exclusividad permiten a las compañías subvencionar los terminales, abaratando así el precio para el arrendatario final (si nos olvidamos del compromiso de permanencia). Y además está la seguridad: si cualquier aplicación de cualquier programador sin garantías entra en el terminal móvil podría poder en riesgo la estabilidad de la red, una razón que se lleva empleando desde los tiempos del monopolio de AT&T. Pero la verdadera razón es económica, y no en favor de los usuarios: no en vano Apple lleva meses negociando con quién presenta el iPhone en cada mercado, extrayendo de las telefónicas jugosos tratos financieros a cambio de la exclusividad de uso de tan 'sexy' máquina. Para que Apple gane más dinero, sus usuarios pierden libertad y jamás llegan a ser dueños de las máquinas que compran, sin que siquiera se nos ofrezca la oportunidad de pagar más a cambio de mayor margen de decisión. Si Apple es católica, como decía Umberto Eco, con esta última acción se ha convertido en uno de esos monasterios de férrea disciplina donde la obediencia y el silencio son las únicas virtudes que cuentan. ¿Y si los usuarios preferimos libertad a rebajas? ¿Y si queremos pagar por ser propietarios, de verdad, de nuestras máquinas? En el convento de Apple no hay siquiera opción de ganar la libertad con dinero. Pero cada vez hay más gente que prefiere ser libre, aunque le salga más caro. Las empresas, empezando por Apple, harían bien en tomar nota.