Retiario

El doble mensaje de los chiles

pimientos

En la continua guerra entre animales y plantas ambos bandos utilizan al otro en su propio interés. Es lo que tiene la coevolución, que hace que dos seres vivos con diferentes (y enfrentados) intereses terminen tan engarzados que parece que cooperan por interés mutuo; cuando nada hay más lejos de la realidad. La primera regla de las relaciones entre animales y plantas se deriva de sus principales características: las plantas capturan energía del sol y la convierten en energía química, cosa que los animales no pueden hacer; los animales se mueven, cosa que las plantas no hacen. Así que los animales comen plantas, lo cual a éstas no les gusta ni lo más mínimo. Muchos grupos vegetales han evolucionado todo tipo de estrategias de defensa contra sus predadores, los herbívoros, que incluyen desde espinas que parecen dagas asesinas a cristales de sílice en las células, que destruyen los dientes de quienes se las comen. Una de las estrategias más interesantes, que nos proporciona a los humanos buena parte de nuestra gastronomía, es la del veneno: multitud de plantas fabrican y acumulan sustancias que van desde lo desagradable a lo mortífero, y los animales disponen de receptores de sabor y olor específicos para detectar y evitar estas trampas. El sabor amargo, por ejemplo, está asociado a los alcaloides que convierten ciertas plantas en poco saludables, y por eso el amargor nos resulta desagradable. Una de las sustancias más perniciosas que las plantas han creado es la capsaicina, la molécula que hace picantes a los chiles. Hasta tal punto es potente a la hora de provocar rechazo que los humanos la usamos como arma, aunque sólo la policía; es demasiado cruel para usarla en la guerra. La capsaicina actúa hiperestimulando ciertos receptores de la piel, lo que provoca una fuerte sensación de ardor, irritación, lagrimeo y otros síntomas bien conocidos por las víctimas de la cocina picante. Como muchos seres vivos venenosos, los pimientos picantes suelen señalizar su disuasión química con fuertes colores (amarillo o rojo, por ejemplo), que actúan como señales de 'Peligro, No Comer'.

Y sin embargo este tipo de colores son utilizados por otras plantas como reclamo. Algunos vegetales han descubierto que los animales pueden ser cooptados para que transporten las semillas a lugares distantes, ampliando el área de colonización de la planta. El mecanismo es sencillo: se incluyen las semillas en una fruta sabrosa y colorida que atraiga la atención, y se espera a que algún animal la devore; las semillas atraviesan su tubo digestivo y salen de nuevo al exterior, casi siempre a gran distancia de la planta madre. Así actúan los frutos rojos (bayas, moras y similares), el café, el chocolate, las fresas, y las variantes silvestres de casi todas nuestras frutas y verduras cultivadas. En algunos casos la adaptación llega a tal extremo que las semillas son incapaces de germinar sin su correspondiente paso por un tubo digestivo. Típicamente, las plantas que usan esta treta crean frutas cargadas de azúcares, que gustan a los herbívoros, y muy coloreadas. Pero entonces, ¿cuál es el juego de los chiles, con su color rojo intenso, sus jugosas carnes y su carga de intenso repelente de animales?

La clave está en un detalle de la fisiología comparada: las aves tienen visión de color como los mamíferos, pero carecen del receptor sensible a la capsaicina, por lo que son inmunes a sus efectos. Los chiles se han convertido así en maestros del transporte selectivo, y su color rojo es una doble señal: para los mamíferos significa 'peligro, no morder', mientras que para las aves es un reclamo ('comida gratis'). La doble estrategia les sirve para seleccionar el animal que esparce sus semillas, e impedir que otros las estropeen; en efecto, la poderosa digestión de los mamíferos destruye las semillas de estos pimientos, mientras que la suave digestión aviar las activa. Los humanos somos el único mamífero que gusta de la abrasadora sensación de la capsaicina, quizá porque resulta tan intensa que provoca como reacción la liberación de endorfinas en el cerebro, y con ellas un cierto placer. Algún fallo tenía que tener este precioso ejemplo de coevolución... y el fallo somos nosotros, el único mamífero masoquista.