La aventura en televisión atrae, pues despierta una maravillosa emoción aspiracional en el ojo del espectador. Nos saca de nuestra cotidianidad y nos lleva a la épica de la naturaleza, descubriéndonos nuevos lugares con los que soñar. Incluso nos hace enamorarnos de los aventureros que logran proezas. Queremos vernos reflejados en ellos. Queremos estar ahí, jugando con ellos. Queremos vivirlo. Así podía arrasar en audiencias 'El Conquistador' en su llegada a TVE.
Sin embargo, el programa se está quedando reducido a la sobreactuación del cliché que piensa que la polémica es el atajo para el éxito en televisión. Cierto es, aunque la polémica no sirve de demasiado si no se comprende la motivación de los participantes. Para entender a los concursantes y sus choques personales, un reality show de cadena generalista nacional debe respirar mostrando la complicidad y las risas que causan empatías. Pero aquí hasta cuando se ríen parece que están mofándose del diferente, como hacían los matones de los viejos colegios. Como si fuera malo ser diferente. Todos somos diferentes y, a la vez, iguales. Ahí se sustenta la riqueza social.
Tanta sobredosis de heroicidad testosterónica ensombrece a 'El Conquistador' hasta convertirlo en una ruidosa pelea de gallos que pone nervioso al público. De hecho, la épica de las pruebas es fagocitada por los gritos y el mal humor. Es la antítesis del éxito de El Grand Prix. El público necesita terminar el día conectando con personas, fantasías, color e ilusiones, pero 'El Conquistador' colapsa regodeándose en la oscuridad de un estrés que agobia. Hasta da la sensación de que presentadores y concursantes se tratan mal. Se echa de menos la liturgia del respeto que implica creando vínculos de sensibilidad.
Al final, el reality 'El Conquistador' termina representando una reunión de yupis agresivos con la que es difícil sentirse reconocido. Porque la España de hoy no es así. Ni quiere serlo. Porque ese no es el espíritu de trabajo en equipo de los aventureros que idolatramos. Al contrario, así el programa termina asfixiando. Le falta humanidad, le falta sensibilidad, le falta relativizar, le sobran todos los berreos de la competitividad mal entendida. Competitividad que da mucha pereza en tiempos en los que empezamos a percatarnos de que 'darlo todo' por la productividad puede ser hasta un error, ya que, entonces, no te estás guardando nada para degustar la vida entre tanta expectativa, aspiración, rivalidad e irritación hacia ninguna parte.
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