Juzgar sin prejuzgar. Hay proposiciones que de tan aparentemente fáciles terminan siendo enrevesadas. La serie sobre El caso Asunta nos ha enfrentado este fin de semana a esa complejidad del matiz en una sociedad acostumbrada a sentenciar desde la generalidad.
La propia ficción de Netflix delata con destreza cómo los medios de comunicación retransmitieron la investigación y el juicio a través del comentario de tasca, en vez de acudir a la esencia del periodismo: intentar entender hasta lo que no entiendes.
El caso Asunta antes, durante y después de la serie de Bambú, que ya produjo un exhaustivo documental sobre el asesinato de la niña, nos sigue dejando con más preguntas que respuestas. Como la vida misma. Pero sí nos aproxima a nuestros prejuicios, a los orgullos personales, a la sociedad de las apariencias y al individualismo más atroz. Ejerce tal retrato con una minuciosidad que incomoda.
Sí, la realidad no es como nos vendieron las comedias románticas. La realidad es tan contradictoria como macabra. En este marco, El caso Asunta logra el equilibrio entre rigor documental y emoción seriada con las aplaudidas interpretaciones de Candela Peña y Tristán Ulloa. Sus actuaciones captan y proyectan la exageración gélida de Rosario Porto y la contención explosiva de Alfonso Basterra. Este pormenorizado trabajo actoral que reúne todo el casting (brillante como siempre Alicia Borrachero) coge fuerza porque la producción es meticulosa en forma y fondo: la dirección, el guion, el montaje, la banda sonora, las localizaciones reales, el atrezo con la energía de saber leer los rincones de cada lugar original.
Las recreaciones de sucesos pueden caer en la trampa de convertirse en culebrones con mucha fanfarria musical a todo volumen de fondo, en donde se acaba frivolizando con las víctimas y verdugos en modo telefilme de tarde. Es más, se puede hasta dulcificar al verdugo y deshumanizar a la víctima. El crimen de Asunta contaba con demasiados morbos para su interés mediático. De ahí también el éxito de la serie, claro. Un padre silencioso y una madre "de bien" que es pillada riéndose por unas cámaras con su hija recién asesinada. Da igual los contextos del momento. Entonces, surgen los desconciertos, brotan los machismos, nace la irritación y aparecen los señalamientos desde la moral más simple. Entonces, el suceso se transforma en una verbena de la elucubración. Las estrellas de las matinés televisivas, las primeras. Y muy a la ligera.
Pero El Caso Asunta no ha ido por el atajo fácil. No ha picado en el anzuelo del sensacionalismo de sensiblerías largas y rigores cortos. La ficción de Netflix osa en ser fiel a los hechos y emociones, emociones que nunca son incompatibles con las precisiones. Así, los seis capítulos pasan de ser una búsqueda de culpables a una inmersión sobre salud mental, sus desequilibrios y sus incomprensiones. Nunca conoceremos cómo sucedió el crimen. Nunca ataremos todos los cabos sueltos. No es lo más importante en la producción, la serie sin moralejas sin lecciones va al fondo del drama: los egos, sus expectativas y sus ímpetus en el instante en el que las cabezas ya perdieron el rumbo por completo. La serie nos hace hasta entender la risa de cuando es imposible reírse.
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