Llego tarde. Empiezo la mañana desayunando en la calle que vivió Miliki. Paso por el que fuera su portal y, por supuesto, me santiguo. Es fácil, en el lenguaje de los payasos sólo basta con una sonrisa.
Corro hacia Chamartín. Un laberinto de obras que, en su plaza superior, si logro encontrarla, está acogiendo el casting de Gran Hermano. A lo lejos, suena la sintonía. Tan icónica, tan vibrante, tan apasionante. Tan Mercedes Milá hasta cuando Mercedes Milá no lo presenta. Los aspirantes a formar parte del regreso del GH de anónimos la bailan, la saltan. Tienen un subidón de adrenalina. No saben si serán elegidos, pero se saben observados.
Más de 85.000 personas se han apuntado. Aquí, en Madrid, habrá unas 500 citadas. Ruidosas 500. Teresa Colomina, la directora de casting, y su equipo tendrán que ver muchas más. El proceso es arduo porque necesitan conocer a fondo a los aspirantes. Necesitan diversidad social. Al final, GH, que parece que nunca se ha ido, ahora debe regresar al origen. Eso sólo se consigue con menos expertos-fans en reality y más personas que representen a la disparidad de la calle. Sin cuotas forzadas, dando vía libre a la verdad.
Llego tarde. Pero GH no, pues es como si nunca se hubiera ido. De las audiciones de Zeppelin para Telecinco cojo un taxi. Corro hacia la emblemática ciudad de la televisión en Prado del Rey, sede de RTVE. Ese lugar que de pequeño sentí que era como un parque de atracciones. Acudo a uno de tantos ensayos del especial de las elecciones generales en el estudio 5. Aunque, minutos antes, me escapo y subo al cielo del Estudio 1. A esa parrilla de focos que tantas cosas ha visto y que sigue prácticamente igual. No ha cambiado, pero nos ha visto cambiar.
Y llego tarde. Y allí está los trabajadores de RTVE elaborando cada matiz. Eso es el periodismo, eso es la tele: los matices que hacen los todos. En la celeridad actual no siempre hay demasiado tiempo para la preparación, pero RTVE sigue siendo la escuela de los oficios de la tele. Y siempre se aprende viendo a sus trabajadores realizar programas así. Es contagiosa su motivación de no sólo contar una historia, sobre todo contarla bien. Saben que la mejor improvisación es la que está muy ensayada.
Detrás de la escenografía, una máquina no para de echar humo. No es nada nuevo, antes se hacía con incienso. El tiempo pasa, pero los trucos para que los haces de luz se remarquen en la cámara siguen intactos. Sólo que la televisión ya no huele a catedral. Aunque ahora el decorado de TVE pueda aparecer dentro del Parlamento Europeo gracias a la técnica de la realidad aumentada.
Cojo el metro ligero. Tengo un último lugar al que acudir: la fiesta del quinto aniversario de la plataforma de Atresplayer, que ha sabido reunir la aspiración a la modernidad del bajo demanda con la capacidad de la tele lineal de siempre de tomar el pulso a su sociedad. O intentarlo. Al primero que veo es a Jordi Bosch, presidente de Banijay Iberia, que por la mañana ya me encontré en GH. Eso es la tele: las cadenas pelean, pero luego todos nos mezclamos. Después veo a Daniel Écija, que para mí representa la tele que nos hizo querer tanto a la tele. Y, de repente, aparece la espontaneidad de Belinda Washington. Qué buen rollo siempre contagia Belinda.
La capacidad de congregación de Atresmedia no admite dudas, consigue reunir a tal diversidad de profesionales, desde los reyes del postureo a los maestros del audiovisual, en una noche perfecta para intentar ese contacto útil entre canapé y canapé. Algún trabajo saldrá de ahí, fijo. Yo no sé muy bien hacer contactos. Soy torpe con los canapés. De hecho, ni siquiera bebo alcohol. A veces, siento que llego tarde hasta cuando llego pronto. Pero ahí estaba observando, que es lo que más me gusta, en el día que estuve en todas las televisiones y, a la vez, en ninguna. En el día que empecé sonriendo a un portal en el Paseo de la Habana. Pero era el portal de Miliki.
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