Borja Terán Periodista
OPINIÓN

El fuego falso del pebetero olímpico y otros autoengaños de París 2024

Pebetero de los Juegos Olímpicos de 2024 volando el cielo de París
Pebetero de los Juegos Olímpicos de 2024 volando el cielo de París
20m
Pebetero de los Juegos Olímpicos de 2024 volando el cielo de París

La realidad no siempre es como es, a menudo es como aparenta ser. La llama olímpica de los juegos de París 2024 no es de fuego. Es un efecto óptico logrado con agua iluminada por luces LEDS. Donde nuestros ojos ven llamaradas, sólo hay un fresquito chiribiri lanzado con pulverizadores.

Que lejos quedan aquellos pebeteros olímpicos que se prendían y se achicharraban las palomas. Ahora ni siquiera usan combustibles fósiles. Tenemos más conciencia medioambiental, quizá. Y no somos tan literales, por suerte. El pebetero ya no necesita parecerse a un pebetero. Remite más a un globo creado por Julio Verne. La fantasía poner a volar cada noche sobre el cielo de París una fogata que no quema. Perfecto para iluminar a los enamorados. Y para hacerse el selfie, claro.

Los deportistas ni verán el pebetero presidiendo el lugar en el que compiten. Está en el centro de la gran fuente del jardín de las Tullerías. Ideado para los turistas. Así se planteó la gala de apertura, de hecho. Para qué encerrarme en un estadio olímpico de cemento, si se puede convertir toda la monumental ciudad en un gran escenario y que el mundo la observe, la ame, la quiera pisar. Los deportistas desfilando por el Sena, Maria Antonieta apareciendo cual fantasma que sostiene su cabeza guillotinada entre las manos y la Torre Eiffel, esta vez, llena de cañones de luz para la ocasión. En su primera planta, Celine Dione cantando por Edith Piaf y mirando al vacío. Muy Edith Piaf, lo de mirar al vacío. Sin embargo, la ceremonia aburrió en parte porque la organización descuidó una de las claves de la comunicación: el plano de reacción. O, lo que es lo mismo, captar la sensibilidad del público en directo.

Los acontecimientos se cuentan sabiendo transmitir también la emoción de las gentes que están viviéndolo in situ. Por ejemplo, la ciudadanía fue esencial en el éxito emocional de Barcelona 92. Había un objetivo narrativo catártico claro durante toda la gala, que era un pebetero que se podía encender o no. Porque un arquero iba a lanzar el fuego olímpico con una flecha. Pero, a la vez, todo ese viaje emocional se iba narrando con el fervor de la participación de un público implicado coprotagonista del espectáculo. Incluido cuando calla. Aquel silencio colectivo aplastante cuando la flecha empezó a apuntar hacia el pebetero. Un viaje sólo rematado con la sugestión de una banda sonora cinematográfica, que graduaba la intensidad de nuestras emociones.

En París 2024 no sabíamos a quién saludaban los deportistas desde sus barcos, no ubicábamos dónde estaba la escalera de cartón piedra que pisaba Lady Gaga, no se entendía el destino hacía el que caminaba Rafa Nadal con la antorcha. El espectador estaba desorientado, porque el hilo argumental estaba forzado.  Es el inconveniente de no acotar el show en un único punto o plaza donde poder desarrollar todas las tramas, como pudiera haber sido el frontal de la Torre Eiffel. Sobraron planos generales sin público del Sena, que encima estaban emborronados por las gotas de lluvia, faltaron primeros planos que abrazaran los detalles que hacían ese día especial. Tampoco ayudó que la realización televisiva fue solvente, pero poco artística. 

Sin la emoción de parisinos y visitantes en primer plano, los espectadores desde casa se sintieron gélidos. Aunque para acaloramientos ya están los que se irritan en las redes sociales siempre que aparece la alegría del color de la diversidad. Qué curioso es que indigne la representación de una obra artística a través de una actuación musical que no excluye por físico e identidad. Al contrario, celebra las tonalidades de la vida con expresividad, con ironía y con júbilo. 

En esta visión del mundo al revés, algunos ven en el colorido la profanación de últimas cenas que no son últimas cenas. La religión que nos enseñó a amar al prójimo se utiliza de parapeto para autoengañarse y justificar rabias. Un tipo de ira que delata a los que la ejercen, pues con sus cabreos demuestran que únicamente aceptan al que ven como raro si este se "encauza" metiéndose a presión en el que ellos consideran único "traje" posible. Eso no es aceptar, eso es reprimir. Eso es perderse el color que es parte esencial de la vida, que nos ensancha los márgenes de la mente e incluso permite imaginar que hay fuego donde sólo hay un aspersor de agua.

Borja Terán
Periodista

Licenciado en Periodismo. Máster en Realización y Diseño de Formatos y Programas de Televisión por el Instituto RTVE. Su trayectoria ha crecido en la divulgación y la reflexión sobre la cultura audiovisual como retrato de la sociedad en los diarios 20 minutos, La Información y Cinemanía y en programas de radio como ‘Julia en la Onda’ de Onda Cero y 'Gente Despierta' de RNE. También ha trabajado en ‘La hora de La 1' y 'Culturas 2' de TVE, entre otros. Colabora con diferentes universidades y es autor del libro 'Tele: los 99 ingredientes de la televisión que deja huella'.

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