El mínimo histórico de audiencia de MasterChef (9,8 por ciento de share) ha ido unido al abandono de una controvertida concursante, Tamara.
"No me veo en la final, así que me voy. Me despido. Porque no me siento a gusto. Constantemente estoy nerviosa, en tensión. Entiendo que es un programa y, al final, todos tomamos una decisión. Y yo quiero tomar esta decisión", dijo la aspirante a chef.
A lo que Jordi Cruz, contestó: "Le has quitado la oportunidad a gente". Tamara ha sido una concursante temperamental, algo conflictiva, que ha tratado a sus compañeros a la gresca, así que los jueces, rápidamente, la culpabilizan. Pero la participante da la vuelta a la narrativa de enfado del reality: "Yo me siento muy frustrada y no me apetece seguir en la misma dinámica en la que no estoy bien. Perdonadme, pero es más importante estar bien yo, que decepcionaros a vosotros". Tamara da la frase clave para arrasar en un clip de vídeo breve en las redes sociales y que el público de la viralidad se identifique con su adiós a los fogones. Ayuda que justo después Jordi Cruz, borde, respondiera tajante: "Su delantal, su puerta". Y ella se marchó, por esa puerta a la que apuntó el famoso cocinero.
Es el espectáculo del choque tradicional de la tele-realidad. Sin embargo, la audiencia va evolucionando en sensibilidades y ya no sólo ve este instante con los ojos del morbo de hace diez años. De hecho, la reacción del jurado provoca un efecto boomerang que termina dando la razón a la propia concursante y su estrategia. Se transmite bullying cuando lo que pretendían era dejarla en evidencia.
Tal vez sin pretenderlo, MasterChef retrata dos mundos que siguen en este: del que venimos, en donde la competitividad laboral parecía que debía ser la prioridad de todas las vidas y en donde siempre había que "darlo todo" para ser altamente productivos. Incluso aguantando la ansiedad fruto de ambientes tóxicos o, de lo contrario, eras un flojo. Aquella sociedad en la que crecimos, que insistía en que "llorado se viene de casa" y en la que "lo normal" era culpabilizar a la víctima por ser víctima. Que si aguanta poco, que si algo habrá hecho...
Luego está el mundo que muchos reivindican: el de la empatía, que trata de comprender a los demás con sus alegrías y con sus agobios. Un mundo en el que priorizar el bienestar que aporta y huir de la bronca que señala y bloquea. O, al menos, intentarlo.
De esta manera, MasterChef reúne a dos Españas que se muestran en tantos ámbitos de nuestra vida, pública y privada, callejera y política. Por un lado, los que han interiorizado que el desgaste del sufrimiento va intrínsecamente unido a prosperar laboralmente. Por otro, los que saben que por pasarlo mal y aguantar en ambientes tóxicos no hará que lluevan recompensas divinas en el futuro. La religión nos ha marcado demasiado, pero el tiempo no pone a todo en su sitio.
En la vida cotidiana no suelen valer demasiado las consignas de la épica belicista. Ni héroes ni valientes, en el día a día real no nos queda otra que ayudarnos los unos a los otros para poder ser. Mejor si es con la educación que no revuelve angustias añadidas a las relaciones profesionales y personales, que ya la vida por sí sola es cruda, inesperada e injusta. Allanemos caminos, pues. ¿Cómo? Hay un atajo que suele ser intentar entender más que intentar imponer. Y ahí el jurado de MasterChef se está quedando en otra época, en donde tirar la toalla estaba mal visto. Ahora, en cambio, ya sabemos que, a veces, rendirse es una victoria.
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