Han pasado sólo tres meses del final de Operación Triunfo 2023. Y parece que ha pasado una eternidad. La historia suele repetirse, pero hay un detalle que ha ido cambiando con el paso de los años.
Siempre que la academia se cierra y se apagan los focos, aparecen los miedos. Temores lógicos. Los concursantes salen de la burbuja de la protección televisiva y saben que afrontan un futuro en el que no habrá las mismas oportunidades para todos.
Tienen la suerte de haber vivido una experiencia singular que les ha colocado en una plataforma única, logrando una popularidad que ya de por sí les aúpa a un porvenir prometedor. Aunque, también, les enfrenta a un espectador que ha cambiado: el público olvida como nunca antes ha olvidado en los setenta años que llevamos de historia de la televisión.
El reality show que alimenta OT 2023 ha vuelto a hornear unas tramas adictivas para las redes sociales. Los vínculos entre participantes tenían los ingredientes más poderosos para enganchar: amor, duda, diversidad, elucubración y, sobre todo, esa motivadora capacidad de la juventud para ilusionarse porque la vida está por delante. Todavía piensan que son infinitos y se van a comer el mundo, una actitud contagiosa que anima a explorar sus inquietudes, empatizar con unos u otros y terminar creyéndose parte de su existencia. Los sentimos como nosotros hoy, o como nosotros éramos ayer.
Sin embargo, todo se desvanece demasiado rápido cuando se apaga la emisión del canal 24 horas. Porque consumimos las redes sociales y la propia televisión a tal velocidad que aquello que nos moviliza se mantiene menos en la memoria que antes. Recibimos tantos impactos audiovisuales por minuto, que no hay tiempo para echar de menos porque cuando quieres pensarlo ya estás aturdido en otra efectista imagen completamente nueva. Consumimos la tele al ritmo de TikTok.
Pero las ideas van más despacio que las imágenes. Los recuerdos, también. Los participantes de OT 2023, a diferencia de los de OT 2001 e incluso a los de OT 2017, se enfrentan a un espectador que no puede parar de deslizar con el dedo de una imagen a otra. No sólo el público está más segmentado en nichos más cerrados, sino que también genera vínculos que duran tan poco como el corazón que aparece fugazmente en pantalla cuando haces doble clic en una foto de Instagram.
Consumimos, criticamos y al siguiente reel. El caudal no para. Estamos en la generación de la 'última hora', no hay el suficiente margen para digerir nada. Resultado: los artistas sufren la competición de la inmediatez, que un minuto te abraza y al otro te asfixia. Lo que frena la posibilidad del desarrollo natural a poquitos, creando por el gusto de crear y no haciendo cosas sólo para que se vean que las hemos hecho.
Por eso mismo, parece que ya nadie habla de los concursantes de OT. No son ellos, somos nosotros. Creemos que han desaparecido simplemente porque, ahora, no podemos convertir su vida en meme las 24 horas del día. Pero ahí siguen, disfrutando de su gira de conciertos y empezando a encontrar su sitio en sus carreras musicales. Aunque ya no tengamos el superpoder de apostillar cada minuto de su existencia.
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