OPINIÓN

Halagos, Dios los bendiga

Halagos, Dios los bendiga
Halagos, Dios los bendiga
Halagos, Dios los bendiga

Me cogió por banda una amiga de toda la vida y me dijo que me notaba distinto, que había cambiado, que ya no era el mismo, que le daba la sensación de que la fama se me había subido a la cabeza y… bla, bla, bla, bla, bla, bla (porque llegó un momento en que lo único que oía era una oca graznando). Automáticamente le puse la cruz y pasó a mi lista de gente estomagante a la que hay que evitar. A las personas sinceras, paso largo y poca conversación.

Leí un artículo hace poco que hablaba sobre los llamados “halagos tóxicos” y de cómo se utilizaban para manipular y conseguir cosas de los demás. ¡Bravo, Einstein! ¡Gran descubrimiento! Por si alguien todavía no se había enterado, así funciona el cotarro. En mi caso, desde luego, todo lo que yo he podido dar de mí, por así decirlo, ha sido porque una o varias personas me han pasado previamente la mano por el lomo. Un ejemplo, el otro día tuve una reunión con un ejecutivo de un canal de televisión. Me hizo pasar a su imponente despacho cuyos ventanales lejos de dar a un descampado daban a la Gran Vía, me sirvió una bebida espirituosa y me empezó a dar jabón, pero bien. Que si tenía luz, que si la cámara me adoraba, que si era el nuevo Gila, que si la nueva comedia tenía mi nombre, que era más alto en persona, que incluso mi pelo tenía brillos atornasolados… (música en mis oídos). Y entonces me propuso un programa donde, disfrazado de pollo y entre bailes ridículos, tenía que dar paso a pruebas que consistían en: ingerir una botella completa de salsa picante, cantar mientras te masturban, soplar por un tubo para que otro se trague una cucaracha, etcétera. Y claro, le dije que SÍ. Aunque para convencerme de hacer un “programón” así no hacían falta los halagos.

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