Climax

Las películas de Gaspar Noé –quizás el único enfant terrible con ganas de molestar de verdad que queda en el cine europeo a este lado de la medicación de Lars von Trier– suelen seguir un camino inverso a la progresión narrativa habitual. Al cineasta argentino le gusta empezar por el final, títulos de crédito incluidos, no solo argumentalmente como en Irreversible (2002), sino en cuestiones de intensidad dramática: tanto la catedralicia Enter the Void (2009) como Love (2015) arrancan con sus imágenes de impacto psicotrópico o sexual más comentadas para luego derramarse sobre largas secuencias lenticulares que conviven con la persistencia retiniana de la conmoción anterior.

Climax sirve como ratificación concentrada de ese esquema, que podría ser el opuesto absoluto de los crescendos tan queridos por Darren Aronofsky. La apoteosis orgiástica prometida por el título tiene lugar en los primeros compases. Y vaya si es un clímax: una secuencia de baile extática, contagiosa y envolvente donde los protagonistas agitan sus cuerpos, hacen movimientos de vogue, waacking, locking y todo lo que cabe en una coreografía grupal, representada para la cámara de Benoît Debie con tanto gusto como un Busby Berkeley clubber de los 90.

A partir de ahí, Climax se modula hasta desplegarse como una película de terror, donde estos bailarines aislados en medio de un bosque nevado beben una sangría alucinógena que les causa violentos ataques de paranoia y agresividad. Traza círculos concéntricos y energícos, intoxicada por su propio baile bajo mantos sonoros disco hasta asegurarse de que la proclama nihilista marca de la casa (“Vivir es una imposibilidad colectiva” o la negación de la fraternidad de una Francia hipócritamente multicultural) te cae por el gaznate tan recta como una copa de garrafón. De un instante de placer a una prolongada resaca, es decir, el resto de la vida.