'Apolo 10 ½: Una infancia espacial', de Richard Linklater: no dejes que Netflix entierre una de las mejores películas de su catálogo

La fantasía autobiográfica del director de 'Antes del amanecer' es un relato nostálgico rebosante de humanidad y rotoscopia.
Apolo 10 1/2
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Netflix
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En tiempos oscuros como los que vivimos, no es extraño que muchos cineastas hayan decidido refugiarse en un pasado más apacible. Concretamente, en el de su propia infancia y adolescencia. Ya lo han hecho Alfonso Cuarón (Roma), Paolo Sorrentino (Fue la mano de Dios), Paul Thomas Anderson (Licorice Pizza) y Kenneth Branagh (Belfast), están en ello Steven Spielberg (The Fabelmans) y James Gray (Armageddon Time). De todos ellos, Richard Linklater ha sido probablemente el mejor con Apolo 10 ½: Una infancia espacial.

No debería extrañarnos tanto que Apolo 10 ½: Una infancia espacial, ya disponible en Netflix, sea una película sensacional. ¿Quién mejor que Linklater para tratar con fina sensibilidad humanista temas de nostalgia y prepubescencia sin pelos en la lengua, remilgos idealistas ni tremendismo revisionista? Estamos hablando de uno de los mejores cineastas estadounidenses de las últimas décadas, que además tiene el paso del tiempo y la libertad del espíritu infantil como dos temas rectores de su obra.

Si el estreno de su último filme ha llegado casi de improviso, y con muchas papeletas para ser pasado por alto, se debe a la política de lanzamientos de Netflix, la plataforma más paradójica a la hora de financiar producciones y luego enterrarlas bajo decenas de títulos, dejándolas a la merced de un algoritmo viciado por horas y horas de contenido inane e inmediatamente olvidable. Justo lo contrario a lo que aspira Apolo 10 ½ como película y también como experiencia memorística que es fácil compartir aunque sus coordenadas ni te rocen.

Tráiler de 'Apolo 10 ½', la joya escondida de Netflix

Infancia en rotoscopia

En Apolo 10 ½ todo está pensado para perdurar, ya que por algo su propio contenido son evocaciones de la infancia del autor. Igual que en anteriores ocasiones –Waking Life (2001), A Scanner Darkly (2006)–, Linklater ha recurrido a la técnica de la rotoscopia para contar mediante la animación una sucesión de viñetas donde parece cobrar vida propia la textura de las personas y objetos que han sido filmados para luego ser animados por encima. Cada imagen adquiere una consistencia palpable, trémula como un recuerdo o un plato de gelatina.

Linklater, nacido y criado en la década de los 60 en Houston (Texas, EE UU), ficcionaliza la historia de su niñez tomando como excusa de fondo la carrera espacial. Se podría decir que el filme orbita en torno a la llegada a la Luna pero importa mucho menos ese objetivo que el trazado de su recorrido: un retrato sensible de lo que era la vida en un momento muy concreto de la historia estadounidense, finales de los años 60, para una clase social muy determinada.

Con un nivel de detallismo afilado comparable al de Matthew Weiner en Mad Men o la literatura de Don DeLillo, Linklater recupera la experiencia de una nación entera. Una que contenía la respiración ante las portentosas hazañas espaciales de la NASA mientras gran parte de la población vivía ahogada por la intolerancia y el racismo sistémicos que estaba intentando combatir la lucha por los derechos civiles, y otros tantos eran enviados al infierno de Vietnam.

Pero los recuerdos del protagonista Stan, el álter ego del director a quien Jack Black pone voz en versión adulta, están tamizados por el filtro de una infancia placentera, que hasta en sus momentos de conflicto se mantiene en verano perpetuo; algo que se encarga de dejar claro él mismo como narrador a través de un torrente de pensamiento muy literario. 

La familia numerosa de Stan, cuyo padre tiene un trabajo de oficina en la NASA, es en sí misma una burbuja de barrio residencial que solo entra en contacto con el exterior cuando ven a estudiantes afroamericanos en la universidad o imágenes de la guerra a través de las noticias.

En vez de señalar facilonamente la esfera de ensimismamiento, el talante humanista de Linklater y una irreductible confianza en el espectador lo llevan a plasmar las cosas como eran. Igual que proponía en otros ejercicios nostálgicos de impoluta imparcialidad –Movida del 76 (1993), Todos queremos algo (2016)–, que sea la mirada contemporánea la que saque sus propias conclusiones sobre irresponsabilidades del pasado; hay para elegir.

Apolo 10 1/2
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El universo al alcance de la mano

Está claro que Apolo 10 ½ tiene un lugar importante en la filmografía de Richard Linklater. Contra esa sensación de que su estreno ha sido silenciado por el propio calendario de lanzamientos de la plataforma que debía de haberlo promocionado –en cambio, su coincidencia con la comedia La burbuja, de Judd Apatow, parece haberle robado cualquier intención de reclamo mediático–, destaca la relevancia de este retrato familiar y personal contra las corrientes del olvido.

En uno de los momentos más emocionantes del filme, el protagonista recuerda las noches en las que la familia se reunía ante el televisor para ver sus series favoritas (previa lucha a muerte entre hermanos por la elección del canal), enumerando lo que acaba por convertirse en un repaso apasionante de títulos por cuya variedad y calidad mataría cualquier plataforma de streaming hoy en día: de Star Trek y Batman a Superagente 86 y El show de Dick Van Dyke. 

También resalta un aspecto crucial de aquel caudal de entretenimiento catódico: jamás decepcionaban. Ni siquiera las series más ignotas que también rememora, como El túnel del tiempo. Todo lo que el protagonista de Apolo 10 ½ recuerda está definido en sí mismo por el hecho de ser memorable. ¿Cuántas de las toneladas de contenido que dispara Netflix al espacio cada semana podrán gozar del mismo estatus en la memoria del futuro? Sin duda, esta película merece permanecer en tu recuerdo, mejor que en el algoritmo.

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Coordinador web 'Cinemanía'

Crítico de cine que ve demasiadas series, licenciado en Periodismo y posgraduado en Semiótica en la Universidad Complutense de Madrid; cayó en una marmita de Nouvelle Vague cuando era pequeño y lleva mucho tiempo acostándose tarde en festivales de cine.

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