En algún lugar del espacio, ahora mismo, Meg Ryan nos sobrevuela. En 1989, el mismo año en el que la actriz estrenó Cuando Harry encontró a Sally, un astrónomo encontró a Meg Ryan. Se trataba de una roca de seis kilómetros de diámetro, que vagabundeaba silenciosamente por el universo. Una asteroide al que bautizaron como 8353 Megryan.
En 2011, la órbita de Meg rozó (en términos siderales) la de otra roca celeste: la del asteroide 12818 Tomhanks. Las dos estrellas de la comedia romántica, viajando en direcciones opuestas bajo el polvo estelar. Y luego alejándose.
Meg Ryan lo fue todo en los ochenta y noventa, pero, con el cambio de siglo, desapareció. La actriz, reconvertida en directora, acaba de pasear por los cines su segunda película, Lo que sucede después. La historia de dos antiguos amantes que se reencuentran en un aeropuerto seguramente no sea la premisa más original del mercado.
El reencuentro más memorable sucede fuera de cámara. Meg Ryan vuelve a la comedia romántica tras años de exilio. La que fuera la novia de América le pide a su expareja una segunda oportunidad. De momento, a juzgar por la taquilla, América no quiere mirar atrás.
Un adiós en directo
Cuando Meg Ryan abandonó el plató del programa de Sir Michael Parkinson, debió ser consciente de que su vida estaba a punto de cambiar. Era 2003, y Ryan le había dado violentamente la espalda a la comedia romántica al protagonizar el thriller erótico En carne viva.
Las críticas no habían sido positivas, y el público digería, estupefacto, la metamorfosis de la adorable Sally: de verla fingir un orgasmo en una cafetería, habían pasado a contemplarla experimentando otro en un entorno más propicio. Meg Ryan se había desnudado de sí misma, y la audiencia no quería aceptarlo.
Una frase pesaba sobre el cambiante legado de la intérprete. “Actuar”, juraría el entrevistador Sir Michael Parkinson que le había escuchado decir, “no está en mi naturaleza”. Durante lo que sería una áspera conversación, rayana en la reprimenda por parte de Parkinson, Ryan intentó defenderse.
La estadounidense no recordaba haber dicho algo parecido. Sin embargo, en su justificación, acabó dándole la razón al periodista británico: “En gran medida, la vida te elige a ti, y no al contrario”, respondió Ryan cuando Parkinson quiso saber por qué dejó la carrera de periodismo para ser actriz.
Ryan había rodado un par de anuncios para ganar algo de dinero y, al parecer, aquel trabajo se le daba bien. “Al final, lo uno [la interpretación] se impuso sobre lo otro [el periodismo]”, zanjó. La suya no es una historia vocacional. En el álbum de fotos de su madre, no hay una polaroid desteñida de una niña disfrazada de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. A Meg Ryan, la contrataron para ser estrella de cine como a otros los contratan para llevar la contabilidad de una empresa.
“Me gusta trabajar”, reconoció. “Pero le tienes aversión a la popularidad”, contratacó Parkinson. Meg Ryan, titubeante, emprendió una huida hacia adelante que acabó dándole, de nuevo, la razón al periodista. “Eres una estrella de cine y una actriz. Y tú has elegido ser ambas cosas”, quiso aclarar Parkinson. “Aparentemente”, contestó Meg Ryan con una sonrisa sardónica.
El divorcio de la novia de América
La entrevista descarriló a toda velocidad. Una década después, Parkinson, que pidió disculpas por su comportamiento, revelaría que su primera impresión de Meg Ryan agrió el programa. Al parecer, la actriz entró en plató sin saludar a nadie y se sentó junto a unas expertas en moda que solían estar presente en las entrevistas sin siquiera mirarlas. “Le faltó el respeto al público”, aseguró Parkinson.
Este no fue un día desafortunado más, en la carrera de Meg Ryan. Para entonces, su divorcio con Dennis Quaid (tras contar el propio Russell Crowe que Ryan y él habían tenido una aventura durante el rodaje de Prueba de vida) ocupaba las portadas de los medios.
Parkinson aprovechó la oportunidad para practicar el psicoanálisis: “Da la sensación de que te has convertido en una persona más cautelosa, supongo que a causa del divorcio”, le dijo a la actriz. “¿Sería posible que, en el futuro, cuando te recuperes del todo, vuelvas a ser la persona que eras antes’”. Meg Ryan, con risita irritada, negó con la cabeza. “Espero que no. Quiero evolucionar”, respondió.
Parkinson había protagonizado uno de los momentos más sonrojantes de la BBC al relacionar el prestigio incipiente de una treintañera Helen Mirren con el tamaño de sus pechos. La incomodidad, para él, era un aliciente laboral. Así, decidió rematar la entrevista poniéndole su propia cabeza en bandeja a Meg Ryan. “Como estudiante de periodismo, ¿qué harías tú con este programa si estuvieras sentada en mi silla?”, le preguntó. “Lo daría por terminado”, contestó, esta vez sí, con una carcajada espontánea, Meg Ryan.
Los medios la vapulearon. La tacharon de irascible, de malhumorada. De creerse con un estatus superior al que le correspondía. De ser una ingrata con el mismo mundo que la había encumbrado. El apoyo del público disminuyó y, con él, sus proyectos. Finalmente, en 2015, habiendo aparecido en solo seis películas desde la entrevista en la BBC, Meg Ryan dejó el cine. Se había cansado de ser la novia de América. Ahora, prefería ser la madre de sus hijos.
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