'Beau tiene miedo'

Pero, ¿qué le pasa a los hombres judíos con sus madres?

Joaquin Phoenix tiene graves problemas afectivos en 'Beau tiene miedo' y no son exactamente nuevos.
Joaquin Phoenix en 'Beau tiene miedo'
Joaquin Phoenix en 'Beau tiene miedo'
Joaquin Phoenix en 'Beau tiene miedo'

Desde su propio planteamiento, Beau tiene miedo parece estar hecha para desagradar a los aficionados al género que, con la dupla de Hereditary y Midsommar, creyeron ver en Ari Aster un nuevo maestro del terror. No obstante, ambas películas ya levantaron en su día suspicacias sobre hasta qué punto le interesaba de verdad al cineasta “dar miedo”, impulsando aquella paranoia contra el “terror elevado” que tan bien reflejaba el infantilismo cortoplacista del fandom canónico del terror. Los motivos para esta suspicacia (la ironía soterrada, los destellos de humor negro) dan forma por entero a Beau tiene miedo.

De ahí que no sorprendan los enfados que está suscitando esta película de tres horas protagonizada por Joaquin Phoenix, sin que por lo demás se le pueda acusar a Aster de traición o incoherencia. Para diluir cualquier duda basta con echarle un ojo a los cortometrajes por los que se hizo un nombre. TFT Really Works, Munchausen, o uno titulado precisamente Beau. Todos ellos ya indagaban en las neurosis que vertebran Beau tiene miedo, en tanto la obsesión por el falo y las madres castradoras.

Estos elementos, en Beau tiene miedo, se han visto acompañados de una iconografía familiar: el judaísmo y el psicoanálisis. De modo que han terminado de insertar la mirada de Aster en unas coordenadas culturales específicas, que ante la sobrecarga de ficciones que las practican nos llevan a una pregunta fundamental: ¿por qué esa obsesión por la figura de la madre como origen del malestar masculino?

La cuestión judía

Un viejo chiste se pregunta cómo cambia una madre judía una bombilla, y la respuesta es que diciendo con voz lastimera “no, no os preocupéis, me quedaré aquí sentada sola, en la oscuridad”. Otro chiste nos lleva a tres madres judías presumiendo de los logros de sus hijos. Una dice que el suyo se ha comprado un apartamento, otra que el suyo un apartamento y un coche, y otra, triunfal, replica “Mi hijo, además del apartamento y el coche, va a terapia todos los días y, ¿sabéis de quién habla?, de mamá”.

Podemos imaginar a gente como Woody Allen, Larry David, Jerry Seinfeld o Albert Brooks lanzando estas gracietas durante un show de comedia stand-up. Pero como todo en la vida y más cuando hablamos de humor, el asunto es muy serio. Maya Siminovich, en su ensayo La madre judía incluido en el libro Historia y pensamiento en torno al género que editó el Grupo Koré en 2010, atribuye la creación del estereotipo de la madre judía (sobreprotectora, exigente, gobernante del hogar con mano de hierro) a un reparto de Otredades.

Patti LuPont es la madre de Beau
Patti LuPone es la madre de Beau

Esto es. Con la diáspora, la población judía fue concebida como el Otro (ente frente al que distinguirse, al que rechazar) para una gran mayoría europea, y esta población a su vez relegó la otredad a un colectivo más discriminado en su seno, la mujer. Así como la figura de la “madre judía” es reconocida globalmente, a esta se le llama “madre polaca” en Israel. Siminovich lo vincula al esfuerzo histórico por frenar el progreso de la mujer, caricaturizándola desde el mismo lugar y condición al que está siendo relegada: el hogar doméstico y la maternidad.

“Como único modelo de madre, aunque sea denostada, y en un contexto donde el destino femenino obvio e indiscutible es tener hijos, esta representación frena la autodeterminación”, escribe Siminovich, enfatizando cómo la intelectualidad y la filosofía han legitimado esta opresión. “La mujer que pretenda lograr la sabiduría práctica de Aristóteles, vivir el verdadero cristianismo de Kierkegaard, seguir el imperativo categórico de Kant o ser mentalmente libre y creativa estaría intentando convertirse en un hombre”.

En fin, ya sabemos cómo funciona la misoginia, pero lo que ha de importarnos ahora es que, por peculiaridades históricas, esta tuvo una expresión concreta en la cultura judía. Fundamentalmente por las fuerzas antisemitas/machistas que la comprimían (en el siglo XIII se creía que el hombre judío menstruaba, en una feminización esencialista extraída del hábito de la circuncisión), pero también por la propia modulación de su culto: según el Talmud, los judíos han de dedicar su primer rezo del día a “agradecer no haber sido creado mujer”.

Fotograma de 'Beau tiene miedo'
Fotograma de 'Beau tiene miedo'

Ubiquémonos ahora a principios del siglo XX. Otto Weininger, en Sexo y carácter, quiso analizar este supuesto afeminamiento judío, y defendió que el judaísmo era “una tendencia mental, una disposición psicológica que es una posibilidad en toda la humanidad”. Weininger, comprensiblemente denostado y acusado de antisemita, ejerció sin embargo una influencia notable en Sigmund Freud, judío que se declaraba ateo pero que instrumentalizó varios conceptos del judaísmo para diseñar su teoría psicoanalítica.

De ahí extraemos tres nociones básicas. Por un lado, el depósito teórico de complejos de Edipo, obsesiones con el falo y traumas infantiles blindarían el equipaje cultural de la madre judía como emisor de estos malestares. Por otro, que Freud fundara el psicoanálisis y sus discípulos lo extendieran por el mundo nos llevaría a la representación habitual del psicoanalista como alguien judío (y, en combinación, de otro judío atormentado como paciente). Y, por último, la esclerosis masculina del asunto. Se supone que es una teoría general, pero resultante del estudio de condiciones cisheteromasculinas sesgadas.

Por supuesto, Freud tiene la culpa de todo
Por supuesto, Freud tiene la culpa de todo

El psicoanálisis ha recibido críticas muy intensas y certeras (fue especialmente infame la promulgación de la teoría, a manos de Bruno Bettelheim, de las “madres nevera” en tanto a la responsabilidad maternal en que los hijos desarrollaran el espectro autista), y aún así hay quien lo señala como la verdadera ideología estrella del siglo XX. Por cómo es un aliado intuitivo del individualismo, y por sus emanaciones culturales en la sociedad de masas posterior al Holocausto y contemporánea a la fundación del estado de Israel. 

Madres judías, hombres blancos neuróticos en el diván quejándose de ellas. Todo nos resulta muy familiar.

El chiste va perdiendo gracia

“Estaba tan profundamente inmersa en mi consciencia que durante mi primer año de escuela creía que cada una de mis maestras era mi madre disfrazada. En cuanto sonaba el último timbre corría a casa preguntándome si lograría llegar antes de que a ella le diera tiempo a transformarse. Cuando yo llegaba ella ya estaba en la cocina preparándome leche con galletas. Esto, en lugar de hacerme renunciar a mis fantasías, solo intensificaba el respeto que sentía por sus poderes”.

Podría ser un fragmento descartado del guion de Beau tiene miedo (u otra de sus escenas pesadillescas), pero en realidad pertenece a El lamento de Portnoy, novela escrita por Philip Roth en 1969. El lamento de Portnoy se compone por entero del monólogo de un joven soltero judío frente a su psicoanalista, siendo la manifestación definitiva de un malestar que, entre profecías autocumplidas y estereotipos tóxicos, ha modulado una subjetividad rota. La del varón judío, neurótico, con inquietudes intelectuales. Y seguramente con gafas.

Anthony Perkins al final de 'Psicosis'
Anthony Perkins al final de 'Psicosis'

Las madres posesivas no son exclusivas de la cultura judía. Años antes de El lamento de Portnoy, Psicosis fue más allá del estereotipo haciendo justicia a la voluntad expansiva de Freud. De Psicosis, volviendo a Phoenix, nos reencontramos con un vínculo maternal muy problemático y reciente en Joker. Y antes tuvimos a Livia (Nancy Marchand) atormentando a James Gandolfini en Los Soprano, volviendo a la idea de que esta relación ambivalente con la madre es fruto de entornos de opresión muy acotada, donde se lucha por mantener una cierta identidad cultural. Por ejemplo, la de la comunidad italoamericana.

Ciñéndonos al judaísmo tampoco es exclusivo el género. Rose Hovik, en el musical Gipsy de finales de los 50, controla las carreras profesionales de sus hijas. Judy Geller prefiere a Monica para martirizarla antes que a Ross en Friends, y Silvia Fine en otra sitcom de los 90, La niñera, está empeñada en que su hija encuentre un marido. Pero la conflagración de fenómenos como el cine independiente (que propicia lo autobiográfico) y la comedia stand-up (propiciada por humoristas judíos que alternan la autoconsciencia insoportable con sus problemas en casa) han acotado esta neurosis a la subjetividad masculina.

Y en esas estamos. En 1989 Woody Allen entregó dentro de la antología Historias de Nueva York (completada por Coppola y Scorsese) un corto, Edipo reprimido, del que Beau tiene miedo podría ser un remake inconfeso. Los Coen, sin necesidad de recurrir al tópico de la madre, dirigieron justo veinte años después una fascinante reflexión sobre el infortunio judío en Un tipo serio. La madre de Howard le atormentaba solo con su voz fantasmal en Big Bang; la misma voz chillona de la madre de Kyle en South Park. Mientras que Charlie Kaufman, desde una genealogía similar, giró estos discursos hacia la comedia surrealista.

Fotograma de 'Edipo reprimido'
Fotograma de 'Edipo reprimido'
Cinemanía

Centrándonos en Kaufman veríamos un antecesor claro de Aster: no necesariamente por la fijación maternal sino por las estrategias que ha seguido para poner en pantalla esta ansiedad psicológica. Kaufman quiso que la mirada neurótica de Woody Allen y sus sucesores infectara las imágenes, empleando un razonamiento expresionista para encerrar al público en el cerebro de sus personajes. A Kaufman le interesa especialmente la incapacidad para escapar de nuestro ser y el fracaso de la ficción para ello. Es algo que ya encontrábamos en Cómo ser John Malkovich, pero que se agudizó en sus películas como director.

La trilogía de Synecdoche, New York, Anomalisa y Estoy pensando en dejarlo dialoga admirablemente con Beau tiene miedo. Hay todo un intermedio en la película de Aster, empleando la animación, que se pregunta si Beau puede escapar de su condena con la ficción teatral, siendo la respuesta tan deprimente como la que se encontraban los protagonistas de Synecdoche, Anomalisa y Estoy pensando en dejarlo.

Fotograma de 'Estoy pensando en dejarlo'
Fotograma de 'Estoy pensando en dejarlo'
Netflix

Con la tercera película de Kaufman pasa además que podría haber compartido perfectamente el destino de Beau tiene miedo (es una propuesta tan personal y excesiva que era susceptible de que los estudios tradicionales le dieran la espalda y fuera carne de plataformas). Incluso tienen una conclusión parecida en cuanto a un plano sostenido donde desfilan los créditos, y donde el público no puede evitar preguntarse si hay un resquicio de esperanza para que el protagonista se salve.

Y, sin embargo, la obra con la que mejor marida Beau tiene miedo es con la novela que escribió Kaufman en 2021, Mundo hormiga. Una revisión posmoderna de El lamento de Portnoy, volcada a la cultura y al mundo del cine, que se aleja del influjo materno para, en última instancia, evidenciar de qué ha ido siempre todo. No de una madre castradora, sino de la búsqueda (patriarcal) de chivos expiatorios.

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