40 años de 'El crimen de Cuenca', la única película española de ficción prohibida durante la democracia

Secuestros, consejos de guerra contra Pilar Miró y récords de recaudación: esta es la historia de 'El crimen de Cuenca'.
El crimen de Cuenca
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Cinemanía
El crimen de Cuenca

Osa de La Vega, 1913. Gregorio Valero y León Sánchez, dos amigos y vecinos de este pueblo conquense, resultan detenidos como presuntos autores de la muerte de José María Grimaldos, alias El Cepa, un pastor de oficio (compañero de ambos) que desapareció, tiempo atrás, de la noche a la mañana. Ellos defendían su inocencia, pero los vecinos del pueblo sospechaban que Gregorio y León habían podido matar a su colega con la intención de robarle el dinero que había obtenido por la venta de unas ovejas de su propiedad.

El cadáver de El Cepa no apareció por ningún lado, y los dos acusados mantuvieron que eran inocentes en todo momento. Por esta razón, el juzgado de Belmonte decidió archivar el caso ante la falta de pruebas. Pero, dos años después, llegó a aquel municipio un nuevo juez que, influenciado por el cacique local y el cura de Tresjuncos —quienes tenían manía a los acusados por su fama de descreídos en materia de religión y algo anarquistas—, ordenó la detención de Gregorio y León.

Los dos hombres acabaron confesándose culpables del asesinato después de ser sometidos a crueles torturas por la Guardia Civil. El fiscal pidió entonces la pena de muerte para ambos, aunque la Audiencia Provincial de Cuenca, que en mayo de 1918 les consideró autores de un delito de homicidio, tuvo a bien conmutar la petición fiscal y les condenó ‘únicamente’ a 18 años de cárcel, de los que solo permanecerían en prisión seis.

Lo más increíble del asunto es que El Cepa fue visto en un municipio cercano a principios de 1926. Para más inri, el cura de Tresjuncos recibió una carta de otro párroco en la que se informaba de que José María Grimaldos, feligrés de su parroquia, necesitaba su partida de bautismo porque iba a contraer matrimonio. Sí, señores, aquel hombre supuestamente asesinado estaba vivo y coleando. Simplemente, se había mudado a otro pueblo.

Una apuesta cinematográfica atrevida

La historia resultaba de película. De hecho, la cineasta Pilar Miró recibió el encargo de rodar un filme sobre aquel tremendo error judicial que arruinó la vida a dos pobres inocentes. Fue así como, a finales de los setenta, se puso a trabajar en El crimen de Cuenca, escrita por el guionista Juan Antonio Porto. El rodaje se acometió en el verano de 1979 en los escenarios naturales en los que el caso había tenido lugar, cuando España llevaba ya un tiempo presumiendo de haberse constituido en un Estado social y democrático. 

Miró no era tonta; sabía que aquellos eran tiempos convulsos, y que este trabajo podía dar que hablar. Aun así, desconocía el calvario que se le avecinaba por pretender estrenar algo así.

Cuando el director general de Cinematografía, Luis Escobar, vio la película, se puso algo nervioso. Considerando que El crimen de Cuenca podía contener escenas constitutivas de delito, alertó rápidamente al Ministerio Fiscal, que en aquel momento no contempló la posibilidad de prohibirla, puesto que las torturas que aparecían en la película estaban probadas históricamente. 

“Se va el fiscal, y el subsecretario del ministro de Cultura aconseja al ministro que sería bueno que [la cinta] la viese Interior”, comenta el escritor Emeterio Díez Puertas en Regresa El Cepa (2019), un interesante documental de Víctor Matellano sobre los avatares que vivió esta película.

Fue así como un teniente coronel acabó acudiendo a ver El crimen de Cuenca. Tras echar un vistazo a las secuencias de las torturas (porque ni siquiera llegó a ver la película completa), redactó y remitió un contundente informe al Ministerio del Interior, donde señalaba que la proyección de la película “debía ser prohibida totalmente ya que, tanto por el planteamiento, duración de las escenas de tortura (‘núcleo central de la película’), así como la crudeza de las mismas, unido a la campaña actual que sobre las torturas se está llevando a cabo, constituye una vejación al Cuerpo, de todo punto intolerable”.

La férrea censura franquista había desaparecido en España. O, al menos, eso nos habían vendido, porque el Fiscal volvió entonces a ver la dichosa película y esta vez, a instancias del Ministerio del Interior, sí que decidió actuar contra ella por supuestas injurias y calumnias contra la Benemérita. La cobardía del Ministerio de Cultura llevó a que se suspendiera el preestreno de la película, previsto para el mes de diciembre de 1979 en los cines Proyecciones, Albeniz y Carlton.

Como es lógico, el productor de El crimen de Cuenca, Pilar Miró y Alfredo Matas, que había invertido 45 millones de pesetas en el proyecto, alucinaron cuando recibieron la noticia de que se suspendía la tramitación de la licencia de exhibición de la película (necesaria para poder proyectarla en salas). 

“La primera impresión que tuve cuando actuó la censura fue la de pensar que estábamos todos equivocados, o que nos estaban engañando. ‘¿Cómo es posible que pueda ocurrir esto?’, nos preguntábamos. Poníamos en tela de juicio muchas cosas en las que comenzábamos a creer. Después, me he sentido lógicamente manipulada, con la impresión de convertirme en una especie de cruce de héroe y víctima”, explicaría luego en una entrevista la propia Miró, una de las pocas mujeres directoras en el cine español entonces.

Pilar Miró
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Y el escándalo llegó a los medios

De pronto, Miró pasó a ser considerada como enemiga de la Guardia Civil. Pero ella tenía un carácter contestatario, y supo valerse de los medios de comunicación para convertir aquel suceso en un escándalo. 

“Aunque parezca mentira, durante las primeras semanas del caso, el Ministerio de Cultura no sabe que va a intervenir la jurisdicción militar. Esto hace que tomen decisiones a ciegas. Por ejemplo, deciden clasificarla ‘S’, porque piensan que con esta clasificación va a ser más fácil estrenarla”, apunta igualmente Díez Puertas en Regresa El Cepa. 

La sorpresa para Cultura fue descubrir, apenas unos días después, que la cinta ya no iba a poder estrenarse porque el Gobierno militar había decidido intervenir en el caso. El 31 de enero de 1980, la jurisdicción militar ordenó el secuestro de la cinta y de todas sus copias, aunque Matas no entregó realmente todas las copias del filme y en las siguientes semanas se organizaron varias sesiones privadas.

Todo este inexplicable follón provocó una reacción de condena por parte de muchos periodistas y personas del gremio, y varios centenares de intelectuales de la época redactaron una carta de protesta y se la enviaron al entonces ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva. La propia Miró llegó a señalar en una rueda de prensa que aquel secuestro era “anticonstitucional y constituye un atropello, tanto de las libertades de expresión como por la injerencia de la jurisdicción militar y la inhibición del Ministerio de Cultura”.

Ahora bien, una de las copias de la película acabó en Berlín, donde se proyectó en el Festival de Cine de esta ciudad en 1980. Muchos aplaudieron el trabajo de Miró, aunque algunos espectadores tuvieron que salirse en mitad de la proyección al no soportar la minuciosidad con la que la directora retrataba aquellas torturas reales (que, en cualquier caso, ocupaban solamente unos pocos minutos del metraje).

Después de que la única película prohibida durante la democracia española (dentro del cine de ficción, porque gente como Cecilia Bartolomé también sufriría la censura haciendo documentales) compitiese en Berlín, la jurisdicción militar fue un paso más allá y abrió un proceso contra Miró por presunto delito de injurias contra la Guardia Civil. 

La cineasta, militante del PSOE, tuvo que pasar un tiempo acudiendo a firmar al juzgado cada quince días, y sufrió bastante miedo durante aquella etapa, pero optó por seguir trabajando y sacó adelante el drama Gary Cooper, que estás en los cielos (1980).

Miró se sentía bastante sola, pero no lo estaba del todo. “Lo que le pase o no le pase a Pilar Miró es lo que le va a pasar o no pasar a la mujer española en la democracia creciente o menguante”, llegó a escribir en aquellos días Francisco Umbral en El País. Tanto la directora de la película como su abogado llegaron a visitar al ministro De la Cierva para pedirle que intercediera ante la Justicia Militar para que ni ella ni el productor fuesen procesados. 

De la Cierva temía que el procesamiento pudiera acabar dañando gravemente la credibilidad democrática del país, por lo que habló con el juez militar y le pidió que levantase la prohibición sobre una de las copias, para que dicha copia pudiese ser llevada a Moncloa, y que el presidente del Gobierno la viera y decidiera qué se hacía con aquello. 

Adolfo Suárez consideraba la cinta una provocación y se negó a verla, pero al menos impulsó el debate parlamentario sobre la necesidad de modificar el Código de Justicia Militar, para que los militares no pudieran juzgar a ningún civil por injurias ni calumnias.

Un estreno tan controvertido como multitudinario

Una vez que entró en vigor la ley orgánica que reformaba el Código de Justicia Militar, la causa contra Pilar Miró pasó a los tribunales ordinarios, que la terminaron sobreseyendo por falta de pruebas. Después, vinieron meses intensos. El 13 febrero de 1981, la cineasta dio a luz a su hijo Gonzalo. 

Diez días después, vivió el golpe de estado de Tejero, corroborando así la idea de que el poder militar tenía aún demasiado poder en España —se decía que aquel teniente coronel y sus secuaces habían incluido el nombre de Miró en la lista negra de las personas que iban a ser exterminadas el día después del golpe—. Afortunadamente para todos, el 23-F no prosperó, claro.

La pesadilla de Miró llegó verdaderamente a su fin en marzo de 1981, cuando la Audiencia Nacional levantó el secuestro a El crimen de Cuenca. La cinta pudo estrenarse en las salas españolas cinco meses después, el 17 de agosto, y lo hizo, además, ante una gran expectación. Anunciada con una advertencia de no querer ofender a nadie, recaudó 427 millones de pesetas y consiguió 2.621.514 espectadores, convirtiéndose así en la película más taquillera de ese año, por delante de títulos como Superman II o En busca del arca perdida. 

En otras palabras, hablamos de una de las cintas más vistas de la historia del cine español. Hasta funcionó como una especie de reparación histórico-pedagógica. Y, sobre todo, se convirtió en un símbolo del avance de la democracia y la libertad de expresión. Además, viviendo en los tiempos que corren, podría afirmarse que El crimen de Cuenca sigue más vigente que nunca.

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