'El mundo sigue': la peor experiencia de Fernando Fernán Gómez fue su mayor obra maestra

Tenía que ser un autohomenaje y acabó en una pesadilla. Fernando Fernán Gómez rodó en 1963 'El mundo sigue', una de las películas fundamentales del cine español.
El mundo sigue
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Cinemanía
El mundo sigue

Hay grandes fracasos en la vida de los que es mejor no hablar. Pasa mucho con las cosas del corazón, pero también con las del trabajo. Las primeras no tienen solución, y un impenetrable e incómodo silencio las acompaña durante toda la vida. Con respecto a las segundas, en especial si se trata del cine, a veces cambian las tornas. 

Ocurre así, por ejemplo, con El mundo sigue, una película destinada a desaparecer de la historia hasta el punto de que Fernando Fernán Gómez, su director, actor y guionista, rara vez quiso hablar de ella. Hoy, sin embargo, está considerada una de las obras maestras del cine español.

Para narrar su génesis hay que remontarse a 1961. Por entonces, Fernando Fernán Gomez lo tenía casi todo. El polifacético genio acababa de arrasar en la taquilla con su séptima película como director, La venganza de don Mendo, se le consideraba un seductor de primera merced a su conquista de la actriz argentina Analía Gadé, y la platea de los teatros le aplaudía cada noche a reventar. 

Era el premio a casi 25 años de duro esfuerzo, desde aquellos lejanos tiempos en que lo descubriera el dramaturgo Enrique Jardiel Poncela. La onomástica se celebraría en 1963. No hay mejor regalo de cumpleaños que los que uno se hace a sí mismo. ¿Por qué no darse un homenaje fílmico para celebrar sus bodas de plata en la industria?

Cuenta en su autobiografía, la esencial El tiempo amarillo, la determinación con la que se puso a conseguir este objetivo: “Aceptaría todas las ofertas que me hicieran, bien o mal pagadas, con personajes feos o bonitos, aunque algunos días tuviera que hacer jornada doble, y además, con mis ahorros, como en otras ocasiones, produciría El mundo sigue, cuyo guion había escrito el año anterior y que ya había sido rechazado por los productores”.

España negra y neorrealismo

El material de partida era una novela de un autor que le fascinaba: Juan Antonio de Zunzunegui. Antes quiso adaptar la obra La vida como es, pero era demasiado compleja. Se decantó por El mundo sigue: la lucha fratricida de dos hermanas en el Madrid de posguerra. 

Lina Canalejas interpretaba a Eloísa, la buena chica que lo tenía todo para triunfar después de convertirse en Miss Malasaña, pero que pronto descubriría que, con un marido ludópata (el propio Fernán Gómez) y cuatro churumbeles, la belleza no le sería de mucha ayuda. Gemma Cuervo era Luisita, mucho más dotada para obtener los favores de los varones, pero consumida por la culpa de hacerlo.

La tragedia de Eloísa y Luisita era su película más osada, la más ambiciosa. Una que buscaba mezclar la España negrísima y el neorrealismo italiano, llena de personajes desalmados y de mujeres que se insultan y se tiran de los pelos en cada escena. 

En conversación con Diego Galán y Fernando Lara, afirmaba: “Cuando surgió la idea de hacer El mundo sigue, yo pensaba que en España no había un tipo de cine que respondiera a la vida de los seres medios de las ciudades y a lo que era su problemática cotidiana”. 

Contenido extremo y formas retadoras: monólogos internos, atrevidas elipsis temporales editadas por la montadora Rosa G. Salgado… Todo para revelar la hipocresía de un país, pero también la del ser humano de cualquier latitud.

Primeros problemas

Presentó el guion a censura. Se lo tumbaron, pese a que Zunzunegui era académico y, por lo tanto, estaba bien considerado por la dictadura. Eran años oscuros en los que los censores tenían “fijación umbilical” y tijeras veloces cuando veían los planos de Naima Cherky en La venganza de Don Mendo. Cambiaron al ministro y llego el inefable Manuel Fraga y su famosa y cosmética Ley de Prensa… Aires de renovación. Unos retoquillos a los diálogos y permiso para rodar. 

Fernando Fernán Gómez
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El director invita a su celebración a esos compañeros de tablas con los que ha pasado todo el año. El epicentro de la acción se sitúa en la plaza de Chueca, en un (por entonces) miserable ático que hoy costaría una quiniela de 14, como la que gana el personaje de Faustinín. Está colonizada por niños que le dan patadas a un balón y no por una docena de terrazas. También vemos el Madrid de Malasaña, ese arrasado hoy por la gentrificación rampante. 

El rodaje se desarrolla sin mayores problemas. El revés se lo lleva al presentarse a la Junta de Calificación: le otorgan la pésima valoración de C. Eso significaba que no habría un real de financiación.

Obviamente, en la muy puritana España nacionalcatólica no se tenía en alta estima a una película en el que la miseria moral se solapaba con la miseria material. Mujeres de vida alegre, ladrones ludópatas, abortos, adulterios, nepotismos periodísticos, funcionarios meapilas y maldad sin freno, plasmados con una crueldad rara vez vista y con un lenguaje que mezclaba lo barroco con lo castizo. 

Sin embargo, para sorpresa de su autor, la calificación decía no basarse en motivos éticos, sino estéticos. Tal y como recordaba el director en conversación con Enrique Brasó: “Esa mala clasificación se debió sólo a que a los miembros de la junta les parecía que era feísima, que estaba muy mal hecha y que no era ese el cine que debía hacerse”. 

Era su muerte comercial. Ningún distribuidor quería arriesgarse a estrenarla. Pasa el que Fernando Fernán Gómez llamaba, irónicamente, su “año glorioso”. Llega 1965. Se estrena de tapadillo en una sesión doble en el cine Buenos Aires de Bilbao, para que la distribuidora Nueva Films consiga, en toda una metáfora del estado actual y pasado del cine español, permiso para importar películas yanquis. 

Unos pocos pases más en cines de provincias hicieron que no la viera, como suele decirse, ni el apuntador… y encima la distribuidora se fue a la bancarrota. Y eso que su autor le tenía una fe ciega: “Siempre he pensado que el melodrama –con calidad literaria– podía ser un buen reclamo cara al público y que me permitiese contar con una gran audiencia. Pero ocurrió exactamente lo contrario; a juicio de los exhibidores, eso en lugar de ser un tanto a favor de la posible comercialidad de la película era un inconveniente”.

Del malditismo a la reivindicación

El resultado fue un desastre económico y artístico. “Tenía 41 años y estaba en la ruina”, confiesa el director en El tiempo amarillo. Sic transit gloria mundi: así pasa la gloria del mundo y así pasó la de Fernán Gómez. 

Malvivió de la caridad de sus compañeros de reparto: “Así, con estos rodeos, quiero explicar que al final del año de mis bodas de plata con el trabajo, y a causa de la extraña manera de celebrarlo que se me ocurrió, los actores y las actrices que había contratado para trabajar en la película El mundo sigue y en la temporada del teatro Marquina –María Luisa Ponte, Agustín González, Gemma Cuervo, Fernando Guillén, Francisco Pierrá, Julia Lorente, Charo Moreno…– me prestaban generosamente el dinero necesario para subsistir”. 

Lo que él consideró como “las pruebas de amistad, de amor”, imposibles en el universo de Luisita y Eloísa. Con el tiempo, esa amistad iría mucho más allá de lo crematístico. El mundo sigue empezó a ser la comidilla de la industria. Sus intérpretes, con la influyente Gemma Cuervo a la cabeza, no entendían las razones de su malditismo. 

José Luis Borau, cómo no, fue de los primeros en reivindicarla. Después llegaron los historiadores, o colegas como Fernando Trueba. Por fin se encontró una copia lo suficientemente conservada como para poder restaurarla gracias al tesón de Juan Estelrich, ahijado de Fernán Gómez e hijo del productor del filme. Se estrenó ocho años después de la muerte del maestro. 

Desde entonces, El mundo sigue se ha convertido en una pieza imprescindible de la historia del cine español. A veces, hasta los fracasos profesionales tienen solución. Los del corazón, ya decíamos, son otra historia: a Fernando Fernán Gómez no le dio tiempo a reconciliarse con esa película que tanto había amado y tantos disgustos le dio.

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