[BCN Film Fest] ‘Eugénie Grandet’: otra adaptación de Balzac en lo alto

Después de ‘Las ilusiones perdidas’, llega una nueva adaptación balzaciana, esta vez a cargo de Marc Dugain, y a mayor gloria de Joséphine Japy
Eugénie Grandet
Eugénie Grandet
Cinemanía
Eugénie Grandet

Las adaptaciones de Las ilusiones perdidas y de Eugénie Grandet, dos novelas capitales de aquel proyecto monumental conocido como La comedia humana, se complementan a la perfección. Por no decir que son simétricas. 

Si la ya estrenada película de Xavier Giannoli es un gran fresco del París decimonónico, con su bullicio de periodicuchos y teatrillos, y una amplia galería de personajes picarescos con lo más granado de la escena francesa, Eugénie Grandet transcurre mayoritariamente en la más oscura y desangelada provincia, aunque magníficamente iluminada por Gilles Porte, un director de fotografía que todavía no nos había llamado la atención, pero que aquí merece aplauso.

Frente a una película tan coral como Las ilusiones perdidas, aquí Josephine Japy –la que fuera Charlie en Respire (Mélanie Laurent, 2014)– y su avaricioso padre, un Félix Grandet encarnado por Olivier Gourmet son los absolutos protagonistas, aunque también brillan algunos secundarios, como Valérie Bonneton, la Yaël Belicha (lo mejor de El buen patrón, y esposa de Javier Cámara en Vota Juan) francesa, aunque aquí en un registro mucho más dramático. César Domboy, el primo en apuros que llega de la capital para seducir a la pálida Eugénie está más en la línea del Benjamin Voisin de Las ilusiones perdidas, y seducirá al mismo tipo de público.

Dos Balzac enfrentados

Si en Las ilusiones perdidas Lucien Chardon aka de Rubempré huía de su terruño y se veía obligado a regresar a él, con la cola entre las piernas, Eugénie acabará haciendo el viaje inverso y con un status muy distinto, que no cabe revelar aquí, pues asumimos que todavía quedan espectadores que no se han leído este gran clásico de la literatura francesa. 

Lo que una tiene de opulenta, de tirar la casa por la ventana, lo tiene la otra de austera y minimalista, como si la hubiese producido el viejo Grandet. A priori, ambas podrían haber pasado por esas producciones históricas galas, tan plúmbeas como artificiosas, sin más ambición que la de ganarse al gran público. Pero las dos tienen algo especial.

En Eugénie Grandet, ese algo es sin duda la delicadeza que la blanca piel y el modo de actuar imprimen a la película, frente a un Gourmet, avaro de manual, que está en una línea mucho más clásica como si en vez de actualizar a Balzac estuviera representando a Molière en la Comédie Française. En ambas películas, en fin, el dinero ocupa un lugar central, se tiene o no se tiene, se gana y se pierde, de él depende el honor y el status social, pero también son los primeros balbuceos del capitalismo.

Marc Dugain, que se había dado a conocer como escritor, autor de El pabellón de los oficiales, que fue notablemente llevada al cine por François Dupeyron, firma su mejor película. Después de aquella adaptada novela suya sobre los horrores de la primera guerra mundial, se especializó en películas históricas, como Cambio de reinas (2017), que nunca llegan a alcanzar el estado de gracia que alcanza esta, en general, pero sobre todo en determinadas escenas, como en particular un paseo al borde del Loira, que casi podría llegar a ser un Mouret. 

La búsqueda de un diálogo entre pasado y presente que le ha animado siempre también es un triunfo, ya que Eugénie Grandet es el MeToo avant la lettre, y Dugain sabe evidenciarlo sin que la cosa chirríe. Con delicadeza. Película entre dos aguas que corre el riesgo de pasar desapercibida, quizás merezca algún premio del Jurado presidido por el implacable Ignacio Martínez de Pisón. A ver qué deja escrito.

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