La masacre en Odessa que cambió para siempre la historia del cine

En 1925, la película 'El acorazado Potemkin' recreó una atrocidad cometida por el ejército zarista en la ciudad ucraniana. El resultado fue una escena imprescindible para entender el séptimo arte. 
Imagen de 'El acorazado Potemkin'.
Imagen de 'El acorazado Potemkin'.
Cinemanía
Imagen de 'El acorazado Potemkin'.

El acorazado Potemkin, la película que Sergei M. Eisenstein estrenó en 1925, es una de esas obras capitales que se mencionan a todas horas, pero que la gente suele ver, más que nada, por obligación: hoy en día, el interés por un filme de propaganda soviética (y mudo, por añadidura) raya a la baja salvo que uno sea un estudiante de Cine o de Historia. Sin embargo, la triste actualidad de la guerra en Ucrania le ha devuelto su relevancia. 

Porque la escena capital del filme, esa que se ha ganado un lugar fijo en los libros de teoría cinematográfica, transcurre en Odessa. Concretamente, en el puerto de la ciudad ucraniana, uno de los más importantes del Mar Negro. El filme de Eisenstein, un relato con mucho de ficción sobre un motín a bordo del buque que le da título, eligió como su clímax la masacre de civiles que tuvo lugar en 1905, cuando los habitantes de la ciudad quisieron mostrar su apoyo a los marineros insurgentes. 

Pero empecemos por el principio. Y lo primero que debemos recordar cuando hablamos de El acorazado Potemkin es que el filme, rodado para conmemorar el 20 aniversario de la historia real, tenía una intención propagandística. De esta manera, no hay que tomárselo como una fuente fiable para aprender historia de la Unión Soviética, de Rusia o de Ucrania, salvo que uno se quede en los hechos básicos.

Y esos hechos son que la tripulación del Potemkin se sublevó harta de los abusos de sus oficiales y de las malas condiciones del rancho de a bordo: la carne con la que se preparaban las raciones estaba llena de gusanos, algo que Eisenstein mostró en la película de forma muy truculenta. A esto hay que sumar la inminente derrota de su país en la Guerra ruso-japonesa, así como un clima político que ya era, sin ambages, revolucionario. 

Tras haber ejecutado a siete oficiales, entre ellos al capitán, los amotinados decidieron poner proa a Odessa, ciudad que por entonces vivía una huelga general. Ante la llegada del buque, las tropas cosacas abrieron fuego sobre los civiles que se congregaron para recibirlo, dejando cientos de cadáveres en las calles vecinas al puerto. Como represalia, el acorazado bombardeó la ciudad (sin grandes consecuencias) y acabó huyendo con destino a Rumanía, país que acogió a su tripulación. 

Dado que su propósito era darle mitos épicos a una URSS aún joven, Eisenstein no dejó que la realidad le estropeara una buena puesta en escena. Si bien la masacre fue un episodio nocturno de guerrilla urbana, el cineasta prefirió ambientar su versión a la luz del día en las escalinatas de piedra que conducen al puerto de Odessa, omitiendo las referencias a la huelga y mostrándola como una carnicería zarista contra civiles desarmados. 

La geometría del lugar y su recurso a actores no profesionales habrían servido de por sí para que la escena fuese impactante en grado sumo. Pero, si Eisenstein se ha ganado su puesto entre los nombres clave del cine, es por su visionaria aplicación del montaje. Un espectador de 1925 debió sentir el momento cumbre de El acorazado Potemkin como un terremoto en las retinas, y, por mucho que haya pasado el tiempo, nosotros podemos sentir aún algo de esa conmoción.

En lugar de planos amplios y estáticos, Eisenstein no para de contraponer planos generales (en el realismo socialista no hay protagonistas individuales, sino que la masa lo es todo) con rostros que primero estallan de júbilo ante la llegada del buque rebelde y después se retuercen de horror conforme avanza la carnicería. Uno de los más célebres es el de esa madre que enloquece al ver cómo los restos de su hijo son pisoteados por la multitud en fuga. 

Por el contrario, las tropas zaristas aparecen totalmente despersonalizadas: la cámara nunca enfoca sus caras (con la única excepción de un oficial que blande su sable con expresión de puro sadismo) prefiriendo fijarse en esos pies que, con total sincronía, descienden peldaño a peldaño por la escalinata, empujando a la masa de civiles a una muerte segura mientras los fusiles humean sin descanso. 

El momento más intenso de esta escena ya de por sí al límite es la caída de un cochecito de niño por las escalinatas. A fin de horrorizar a su público, Eisenstein relajó aquí el ritmo frenético de su montaje, centrándose en detalles que le pusieran los pelos de punta al patio de butacas: el rostro de la madre agonizante, ese broche de metal que va llenándose de sangre, los gestos espantados de los testigos alternados con planos del bebé condenado a muerte y, finalmente, esa mujer con las gafas rotas y cara ensangrentada. 

La influencia de El acorazado Potemkin, en general, y de la escena de la escalinata, en particular, ha sido tan enorme que no es exagerado afirmar que la historia del cine no habría sido igual sin ellas. Valgan para probarlo todos los directores (de Brian De Palma en Los intocables de Elliot Ness a Terry Gilliam en Brazil) que la han homenajeado de forma más o menos irreverente. 

Ni siquiera el trío Zucker-Abrahams-Zucker se resistió a cachondearse de ella en Agárralo como puedas 33 y 1/3: El insulto final, aunque, en su caso, la peineta iba más dirigida a Los intocables que a la cinta de Eisenstein. 

Pese a su enorme calidad, y al respaldo del estado soviético, El acorazado Potemkin no llenó salas en la URSS, aunque su repercusión internacional fue inmediata: entre los fans de la película se contó un tal Joseph Goebbels, que tomó buena nota de su destreza para estimular las emociones del espectador.

En cuanto a Eisenstein, se enfrentó por igual a las represalias del estalinismo y a la incomprensión de Occidente, si bien entregó otras obras maestras como Alexander Nevsky (1938) y las dos partes de Iván el terrible, la segunda de las cuales solo pudo estrenarse en 1958, 10 años después de la muerte del cineasta. 

En el día de hoy, cuando de su intención original solo queda el recuerdo, El acorazado Potemkin sigue siendo aclamada como una obra crucial del cine, y también como una plasmación sin igual del sufrimiento humano en situaciones límite. Ojalá hubiéramos tenido otras razones para recordar su trascendencia en el día de hoy. 

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