'El mago de Oz': dejad que los niños se acerquen al arco iris

Orgías, guionistas marxistas, maltrato de animales… Rodar este clásico infantil que cambiaría la historia del cine no fue un camino de baldosas amarillas.
'El mago de Oz' y el colectivo LGTBIQ+: una historia de amor y simbolismo
'El mago de Oz' 
'El mago de Oz' y el colectivo LGTBIQ+: una historia de amor y simbolismo

¿Os acordáis cuando en los cines las películas para la chiquillada eran la excepción y no la norma? ¿Cuándo las marcas de hamburguesas no patrocinaban filmes animados y te regalaban muñegotes made in China con su Happy Meal? ¿Cuándo frente a cada entrada no había una toneladas de kilos de chuches policromadas? ¿No? Bueno, normal, de aquéllas, a no ser que seáis de la quinta de Sarita Montiel, todavía no habíais nacido. 

Pero sí, cuesta creer que, en un principio, Hollywood le diera la espalda a una parte de la audiencia que acabaría por convertirse en sus mejores clientes. Nadie nace enseñado y tuvo que llegar Walt Disney para demostrar que los niños eran un gran negocio. 

El fabuloso éxito de la RKO con Blancanieves y los siete enanitos (1937) llevó al resto de compañías a pensar que a los peques los “cartoons” de escasos minutos les sabían a muy poco. La MGM de Louis B. Mayer, el gran estudio de la época, no podía permitirse el no entrar a competir por un pastel tan goloso y recién horneado. Máxime cuando, en 1936, el hombre que había regido sus destinos, Irving Thalberg, había pasado a mejor vida.

El Profesor Maravillas

Mayer necesitaba un productor y un cuento. Y allí estaba Mervyn LeRoy para darle ambas cosas. LeRoy estaba fascinado por El mago de Oz, de Frank Baum: “Mayer compró los derechos por mí. Adaptarlo era una idea que tenía en la cabeza desde que era niño”. 

MGM pagó a Fox 75.000 dólares, probablemente sin saber dónde se metían: recrear el universo fantástico se convirtió en una obsesión y un reto caro, muy caro: 2,5 millones de dólares de la época. 

Por si fuera poco, como suele ocurrir en todos los cuentos para niños, el fondo era muy serio: Baum desarrolló una fábula en la que se mezclaban los derechos de las sufragistas con las luchas de los campesinos a finales del XIX. 

LeRoy recordaba: “Y no se podía defraudar a los 90 millones de lectores que, por aquella época, se decía que habían leído el libro”.

Los cerebros del espantapájaros

La lista de profesionales de talla descomunal que quedaron reducidos al tamaño de un “pequeño” por las dificultades de un proyecto que daba más miedo que la Bruja del Oeste es tremenda. 

Herman Mankiewicz ganaría un año más tarde el Oscar por Ciudadano Kane, pero fue incapaz de dar con la tecla necesaria para la adaptación (ni él ni otros 12); Richard Thorpe, el primer director, fue expulsado por LeRoy del proyecto alegando “enfermedad”; George Cukor aguantó tres días, en los que no paró de protestar por el argumento. 

Sin embargo, este último fue decisivo en la construcción del personaje de Dori: le quitó a Judy Garland la peluca rubia de las primeras tomas, le lavó la cara y le puso las trenzas que convirtieron a la protagonista en la imagen universal de la candidez. 

También entonces se produjeron dos hechos significativos: el joven Noel Langley decidió que todo sería un sueño, para alegría de los guionistas de Los Serrano, y LeRoy pensó que, para diferenciar uno y otro universo, usarían, por vez primera en la historia del cine comercial, el blanco y negro y el color.

El corazón de los hombres de hojalata

Finalmente, LeRoy dio con dos compañeros de viaje que compartían su pasión por la historia, aunque por diversas razones. El director Victor Fleming no parecía muy interesado en la película, pero su opinión cambió cuando piso el plató. Él, a diferencia de Cukor que, por razones obvias, no tenía descendencia, se entusiasmó con la posibilidad de hacer cine para sus hijas. 

Faltaba, por fin, el encargado de los números musicales. Si a LeRoy le maravillaba la historia por su niñez y a Fleming por su patenidad, a Yip Harburg le entusiasmó por su contenido revolucionario. Para Harburg, era una maravillosa forma de plasmar la lucha de la clase obrera contra el capitalismo. En el fondo, el viaje iniciático de la pintoresca pandilla finaliza al llegar a la Ciudad Esmeralda, el centro neurálgico del capital, y es allí donde los protagonistas comprenden que lo que estaban buscando, la libertad, lo habían conseguido por sus propios medios. 

Harburg era uno de tantos hombres que acabó arruinado y abandonado por su mujer durante la Gran Depresión. Quizás para sobrevivir a tan tremendos varapalos, sus composiciones plasmaban la ilusión por un futuro mejor. Tal vez ninguna canción refleje mejor ese sentimiento que Over the Rainbow, hoy un himno oficial de la esperanza. Sin embargo, fue rechazada en tres montajes consecutivos, hasta que Louis B. Mayer acabó por aceptarla más por la insistencia de Harburg que por convicción.

El valor de los leones cobardes

Cuando todo parecía encaminado, George Cukor abandonó Lo que el viento se llevó y Clark Gable, una de las grandes estrellas de la MGM, exigió que su sustituto fuera su amigo Victor Fleming. Cogió su petate y cambió de plató, hacia la finca Tara, tras haber dejado filmadas casi todas las escenas que transcurrían en Oz. 

King Vidor fue sus sustituto en las escenas de Kansas, pero no aparece en los créditos porque, como recordaba en sus memorias: “No quise hacerlo. Mientras Victor Fleming estuvo vivo nunca quise comentarlo. Era su película”. 

Embarcado en dos producciones tan ambiciosas y problemáticas como El mago de Oz, de la cual supervisaba la post producción, y Lo que el viento se llevó, a Fleming acabaron por saltarle los plomos y sufrió un ataque de ansiedad. “Iba a trabajar a Lo que el viento se llevó con los dolores de cabeza de El mago de Oz resonando en mis oídos”.

No era el único al que el rodaje estaba destrozando físicamente. Y es que aquello fue un asunto de valientes: Margaret Hamilton, la Bruja del Oeste, casi murió al arder su maquillaje; el perrito Totó salió por los aires cuando encendieron los ventiladores para simular el tornado, así que tuvo que ser sustituido por una especialista; el primer Hombre de Hojalata, Ebsen, acabó en el hospital intoxicado por inspirar el aluminio de su maquillaje; a Judy Garland le soltó un par de tortazos Victor Fleming, incapaz de soportar su pavo adolescente… Pero, sin duda, la palma del anecdotario es el (falso) suicidio de un enano que, según la leyenda, se ve en una de las escenas del filme.

Esos locos (pero mucho) bajitos

124 enanos fueron contratados para recrear a “los pequeños”, los habitantes de Pequeñilandia. Eran gente marginada por una sociedad poco acostumbrada a respetar a las personas con discapacidades físicas. 

Si en un principio la MGM los empleó publicitariamente casi como cándida “atracción de feria”, con el tiempo, Garland y LeRoy se hartaron de despotricar de los pequeños: “Trabajar con ellos fue un infierno. Organizaban orgías cada noche y tuvimos que poner policías en cada planta del hotel en el que se hospedaban para controlarlos”. 

Lo cierto es que se vieron, de repente, en su Oz particular, en La Meca del cine, pero su mundo no era en technicolor: cobraban un tercio (50 dólares) de los emolumentos de Totó (150 dólares); hubo que contratar a forzudos que los llevaban de escenario en escenario y los aupaban para que bebieran en las fuentes y vivían encerrados en un hotel del que solo salían para las maratonianas horas de rodaje. 

Cuando volvían, claro, disfrutaban de su efímera condición de estrellas. Margaret Hamilton, la bruja, siempre negó los excesos: “había personas de edad muy diversa y, como en cualquier colectivo, algunos bebían”.

Más allá del arco iris

El mago de Oz obtuvo un fracaso morrocotudo en los cines. Y hasta en eso demostró su naturaleza vanguardista. Cuando Hollywood dejó de mirar con recelo a la televisión y empezó a ceder derechos de emisión, el filme se convirtió en el mito que es hoy en día. 

Pero eso llegaría en 1956 con la primera reposición en la cadena CBS. El fracaso se debió, en buena medida, a que la MGM no tuvo en cuenta, a la hora de realizar el presupuesto, que los peques, en aquella época, pagaban menos por entrar al cine. ¡Cómo ha cambiado el cuento!

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