'Tesis', la ópera prima que conquistó los Goya

Se cumplen 25 años del estreno de la película con la que un debutante y desconocido Alejandro Amenábar cambió el cine español
Tesis
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Es como la plaga de medusas o la de los topillos: cada cierto tiempo, recurrentemente, los diarios, las tertulias radiofónicas, se llenan de agoreros que braman a los cuatro vientos que el cine español no vale, no sabe, no funciona. Con la misma periodicidad, aparece entonces un Torrente, un Mortadelo, unos apellidos vascos… y se niega la mayor. 1996 no iba a ser diferente, pero tendría sus peculiaridades: el encargado de callar bocas sería un desconocido debutante de 24 años, tan barbilampiño como osado, llamado Alejandro Amenábar.

Aquel joven, como todos los que cursan estudios de Comunicación Audiovisual, a menos que posean algún tipo de tara mental, soñaba con la gloria. Y la gloria, en este campo, pasa por rodar una película, que la gente la vea, ganar un Goya, un Óscar, y ya, si eso, irse de copas con Tom Cruise… cosas así. Cosas veredes. Casi nadie lo consigue. Falla la suerte, el país, la industria, el público, el talento o todo a la vez. Por eso, el caso de Alejandro Amenábar es único. Y lo fue desde el minuto cero. Las ilusiones le duran a los estudiantes tal vez el primer año de carrera, puede que lleguen al segundo pero, cuando ya se está a punto de acabar, uno se da cuenta de que afuera hace mucho frío y acepta la cruda realidad. Los elegidos siguen creyendo en sí mismos.

Amenábar había realizado unos cuantos cortos, pero en el verano de 1994, le tocaba “chapar”, por las que había palmado durante el curso en la Complutense. “Fue entonces, durante el verano, de cuarto a quinto (de carrera) cuando me puse a escribir. Por aquellos meses, cada día veía más negro lo la Facultad: había suspendido Realización, en la que sobre todo se examinaba la parte práctica, que era de lo poco que me había preparado realmente y que consistía en colocar cámaras”, le cuenta a Oti Rodríguez Marchante en su biografía que, como todo en Amenábar, también se publicó asombrosamente pronto. […] Durante ese verano estudiaba por las mañanas, siempre me dejaba lo duro para las primeras horas del día, y por las tardes escribía”.

Se lo pasaba genial inventando la historia de su primer largo: “Estaba leyendo La imagen pornográfica, un libro de Román Gubern […]. Un capítulo del libro está dedicado al cine snuff. Cuando lo comentaba, me llamaba la atención que la gente no había oído hablar del tema o no se lo creía. Luego leí un par de recortes de prensa sobre una red de snuff en Suecia o en Finlandia e inventé la trama”. Lejos de la calurosa meseta, su compañero de fatigas y cortos, mucho mejor estudiante, Mateo Gil, recibía en Canarias los avances mientras se tostaba al sol.

Cuando finalizó su escritura, Amenábar llamó a la puerta del director José Luis Cuerda, su único contacto en la industria, casi por casualidad. A Cuerda un amigo (no sabemos si verdadero devoto de Faulkner o no) le pidió que viera un corto, para que valorara las aptitudes de su hija como actriz. “La vi y me gustó, pero lo que más me llamó la atención era que ese corto, Himenóptero, estaba firmado por un tal Alejandro Amenábar como director de fotografía, guionista, montador, músico y director […] ‘¡Joder! Es un genio del renacimiento’, dije yo. ‘Si cree que le puedo echar una mano en algo, que venga a mis rodajes aunque sea a mirar”, cuenta el autor de Amanece, que no es poco a Vera, Badiarotti y Castro en Cómo hacer cine. Alejandro le tomó la palabra: “Pasó luego (por el rodaje) cuando filmábamos Así en el cielo como en la tierra y me dijo si quería leer un guion suyo de un largo”. Tres meses después, Cuerda sugirió producir el filme.

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Amenábar ya estaba en quinto de carrera y “seguía dando Realización, que estaba más alejada que nunca de la realidad”. Ya por entonces tenía claro que lo suyo con la universidad iba a ser una relación de amor/odio: se encontraba desubicado, pero no dudó en convertir sus pasillos, sus aulas, su restaurante, sus conductos de calefacción en el escenario de su debut. Hasta sus personajes estaban inspirados en sus vivencias: Jorge Castro (Xabier Elorriaga) recibía el apellido de un profesor que, supuestamente, había suspendido a Alejandro (otras versiones cuentan que jamás se presentó a sus exámenes). Esa ambigüedad se ve perfectamente reflejada en las palabras de Castro: “¿Qué es el cine? No os engañéis: El cine es una industria. Es dinero, son cientos, miles de millones invertidos en películas y recaudados en taquilla. Por eso no hay cine en nuestro país, porque no hay concepto de industria, porque no hay comunicación entre creador y público”. Es la opinión del malvado profesor, pero también la de Amenábar, que no dudaba en reconocer que “Ese es el gran problema que tiene filmar: cuesta muchísimo dinero y ese dinero se tiene que amortizar. Entonces tienes que encontrar la manera de que el público pague para ver una película”.

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El presupuesto se gastó sobre todo en la parte técnica: para el cásting recuperó de su exilio neoyorquino a Ana Torrent, por recomendación de Cuerda, y a Eduardo Noriega, su actor habitual en sus cortos. El triángulo protagonista lo cerraría Fele Martínez, debutante ante las cámaras y con el que el director se empleó a fondo. El mismo Fele reconocía que: “a veces me iba al baño y me quedaba sentado en la taza y decía: ‘¡Ana Torrent!”. Ya era tarde para echarse atrás, más que nada porque el estudiante de arte dramático que apenas llevaba cinco meses en Madrid había avisado sin demasiada antelación: “Dos días antes de empezar a rodar le dije a Alejandro: ‘Te tengo que contar una cosa: las cámaras me dan un pánico tremendo’. ¡Quedaban dos días!”.

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Sorprende que, en la prensa, se hablara de los escasos recursos de los que dispuso Amenábar, pero que, en las numerosas entrevistas, él no protestara: “La película costó 733000 euros […] para alguien que empieza, de mi edad, no me podía quejar”. El único problema serio durante el rodaje fue conseguir los permisos de RENFE para rodar la escena del suicidio inicial que se solucionó “a través de Xabier Elorriaga, que tenía un contacto”. Apenas si hubo algún roce con el productor y más sobre cinefilia que sobre otra cosa. Cuerda, con su barba blanca y su barriguita, tiene pinta de entrañable abuelete casi de capítulo de Heidi pero, por lo visto, es mentarle a Kubrick o los Cohen y ponerse a echar espumarajos por la boca. “José Luis Cuerda tiene la obsesión de que lo único que Kubrick ha querido demostrar en cada plano toda su vida es que la tiene muy grande, porque según él, la debía de tener muy pequeña”, afirmaba jocoso Amenábar.

Su halo de amateurismo se convirtió en una bendición mediática. Todo el mundo hablaba de aquel chico que suspendía en la universidad pero era capaz de hacer cine como un veterano y “a la americana”. Como en el cine, todo era ficción, claro. Ni Amenábar era un maldito, ni el cine español hacía otra cosa que comedias o películas de la Guerra Civil. Sin ir más lejos, los siempre discutibles Goya habían premiado en años anteriores Días contados, de Uribe y Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, de Díaz Yanes, que no son precisamente astracanadas. 

Con sus siete cabezones, sin embargo, Tesis fue una bocanada de aire fresco, el portazo de una nueva generación que, paradójicamente, por primera vez había aprendido el oficio en la universidad, aunque renegaran de ella… Y la demostración de que, desde los lejanos años del fantaterror, de los Naschy y Jess Franco, el thriller español podía volver a dar dinero. Porque de eso se trataba, de conseguir recuperar al público o, por ponerlo en palabras del director: “España es uno de los países en los que más gente se ve en las salas. Pero no se ve cine español. Y mi intención era quitarle un poco el miedo a la gente, el sambenito de ‘si es española no voy, porque tiene que ser aburrida”. Tras el boom de los Goya, 854.000 espectadores confirmaron que Amenábar había aprobado su asignatura más difícil.

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