OPINIÓN

Indra, in memoriam

La entidad bautizada con el nombre de un dios hindú que representa la integración y cohesión empresarial lleva un año sumida en un conflicto de poder que ha generado el mayor escándalo corporativo de la era Sánchez.

Grabado del dios Indra que da nombre a la principal sociedad cotizada del mercado español de Defensa
Grabado del dios Indra que da nombre a la sociedad cotizada en la que se han roto todos los cánones del llamado buen gobierno corporativo.
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Grabado del dios Indra que da nombre a la principal sociedad cotizada del mercado español de Defensa

Si existe una empresa en el panorama corporativo español que requiere un modelo estricto de inmaculada gobernanza, con un consejo de administración equilibrado en torno a un grupo de independientes que actúen como contrapeso de los representantes del capital y de los ejecutivos, ésa no debe ser otra que la contratista encargada de realizar en nombre del Estado los recuentos de los procesos electorales que se celebran en España. Y si existe una entidad depositaria de dicha confianza y que viene encargándose desde hace cuarenta años de realizar el escrutinio de los votos cada vez que los españolas son convocados a las urnas ése es el Grupo Indra. Probablemente la corporación más sensible y delicada ante cualquier controversia política y la que ahora está siendo protagonista involuntaria del mayor escándalo que se recuerda en años dentro del mundo bursátil y sus cotizados imperios empresariales.

Dicen que el tiempo es el olvido y por eso es menester recordar ahora que la célebre Indra es la marca heredera de la antigua Inisel, una compañía encuadrada en el sector de la alta tecnología que malvivía con no pocas penurias financieras dentro del perímetro empresarial del Instituto Nacional de Industria (INI), rebautizado desde hace unos años como la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI). La original Indra debe su nombre al afán intelectual y empeño particular de Eduardo Vilalta, un ingeniero de la empresa que en 1993, tras la fusión de Inisel con la privada Ceselsa (Compañía Española de Sistemas Electrónicos SA.) propuso dicha denominación en honor del dios homónimo hindú, cuya leyenda mitológica identifica sus principales valores, lo que es la vida, con la integración y la cohesión de esfuerzos dentro de un mismo grupo o unidad de gestión.

La flameante Indra, matriz de un conglomerado que llegó a superar la decena de empresas estatales, todas vinculadas con las tecnologías de la información (TIC), fue privatizada a finales del pasado siglo dentro de lo que se dio en llamar el Programa de Modernización del Sector Público lanzado por José María Aznar como parte del proceso de consolidación fiscal que permitió la entrada de España en el euro. La labor intensa de gestión, saneamiento y desarrollo corporativo llevada a cabo a lo largo de toda la década de los noventa permitió al entonces ministro de Industria, Josep Piqué, apuntarse un tanto político mediante una oferta pública de venta (OPV) que facilitó la entrada en el capital de Indra de muchos accionistas minoritarios junto a dos grandes socios privilegiados de referencia, como fueron ‘los Albertos’ y la antigua Cajamadrid entonces presidida por Miguel Blesa.

Javier Monzón, verdadero promotor e impulsor de Indra, fue desalojado de la empresa después de dos años intensos de acoso por tierra, mar y aire durante el Gobierno de Mariano Rajoy

Tres lustros después, allá por 2013, el Gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy decidió volver sobre sus pasos adquiriendo a través de la propia SEPI la participación de referencia que Bankia había ido aquilatando en Indra. Goirigolzarri vendió al holding estatal el 20% en una colocación relámpago que supuso una renacionalización parcial de la empresa y el entonces ministro de Defensa, Pedro Morenés, se consideró dueño y señor de Indra exigiendo un plan de consolidación sectorial que pasaba por la fusión con la también estatal Navantia. Una operación claramente intervencionista a la que se opuso el consejo de administración de Indra y que colocó en el disparadero a Javier Monzón, el verdadero promotor e impulsor del proyecto que presidió la empresa desde 1991 hasta enero de 2015 cuando se vio forzado a dimitir tras sufrir dos largos años de acoso por tierra, mar y aire.

La salida de Monzón se hizo efectiva después de que Telefónica tomara cartas en el asunto con la compra de una participación simbólica de Indra a la que el consejo de administración se agarró como un clavo ardiendo para frenar la ofensiva de Morenés y Rajoy. En buena hora porque César Alierta, a la sazón todopoderoso jefe al mando de la operadora, comprendió rápidamente que si se metía a redentor podía salir crucificado y dio media vuelta en medio de la refriega para pedir al presidente de Indra que depusiera su actitud y dimitiera del cargo con la promesa de que ya le encontrarían algún destino, vía Ibex 35, donde consolar sus penas. Para rematar la jugada y evitar mayores suspicacias, Alierta se las ingenió para promover como sustituto a Fernando Abril-Martorell, un ejecutivo de rancio abolengo, al menos en su apellido compuesto, con el que había tenido sus más y sus menos años antes en Telefónica.

Alierta y Abril echaron pelillos a la mar de su tormentoso pasado tras desbancar a Monzón, pero luego el presidente de la operadora se llamó a andanas con Indra. Alierta abandonó por su propio pie y soberana voluntad la presidencia de Telefónica sólo un año después dejando en el cargo a José María Álvarez-Pallete, un directivo que había estado precisamente a las órdenes de Abril en la etapa presidencial de Juan Villalonga en Telefónica. El nuevo presidente de Indra se emancipó de Telefónica desde el primer día y empezó a hacer de su capa un sayo aprovechando además que el entonces presidente de la SEPI, Ramón Aguirre, tampoco participaba en los designios e intereses del ministro Morenés. El resultado fue una Indra cada vez más alejada del control gubernamental y manejada estrictamente por la comunión de intereses entre Abril y los consejeros independientes que, como es natural en el mundo bursátil, habían llegado a sus cargos o se mantenían en ellos con el beneplácito del propio presidente.

Indra lleva un año largo maniatada en sus decisiones estratégicas debido a la división del consejo propiciada por los antiguos independientes afines al expresidente Fernando Abril-Martorell

La configuración del mando y control adoptada por Fernando Abril-Martorell es clave para entender lo ocurrido durante el último año en Indra y explica también las razones del furibundo asalto al poder orquestado bajo el imperio de la llamada ‘doctrina Oughourlian’ en atención al presidente del fondo activista Amber Capital, que también lo es del Grupo Prisa. Abril dejó huérfana la empresa en mayo del pasado año harto ya de estar harto en su lucha soterrada de poder con la SEPI, no sin antes gestionar, comme il faut, una opípara compensación de seis millones de euros. La empresa entró a partir de entonces en un vacío de poder derivado de la guerra fría declarada por los consejeros independientes afines al presidente dimisionario contra el grupo de representantes gubernamentales encabezados por el que está llamado a ser primer ejecutivo de la empresa, el socialista Marc Murtra, patrono de la Fundación La Caixa y nombrado hace unos días consejero de Ebro Foods.

Los independientes consiguieron de entrada que el presidente propuesto por la SEPI no tuviera capacidad ejecutiva y se incorporase al consejo de administración con la categoría especial de ‘otro externo’ que en el caso que ocupa ha tenido una acepción más bien peyorativa dada los lamentables acontecimientos vividos recientemente. Fue el lead manager de los independientes, Alberto Terol, quien se erigió en caudillo de la resistencia de un grupo de vocales disidentes entre los que figuraba su propia cuñada, Carmen Aquerreta, designada en junio de 2020 a propuesta de la comisión de nombramiento que él mismo presidía. Una circunstancia que, sin entrar a valorar las capacidades profesionales de la interfecta, sirve también para calibrar el alcance y las motivaciones de la contraofensiva dirigida ahora por Amber Capital en presunta connivencia o, cuando menos bajo previo consentimiento, de la SEPI.

La CNMV no parece dispuesta a exigir una OPA como sería ahora lo más deseable para despejar cualquier sospecha de concertación entre la SEPI y Amber

Entre unas cosas y otras, Indra lleva un año largo maniatada en su desarrollo societario, sin poder abordar decisiones estratégicas para el futuro de un proyecto empresarial que se supone va a obtener el favor y el fervor del Gobierno en su reciente apuesta por la industria de armamento. La audacia de Ourghoulian en su desaforado activismo ha motivado un cambio de poder que probablemente sirva para estabilizar de manera rotunda el consejo de administración. Más les vale porque el coste de la faena, escenificada a plena luz del día con luz y taquígrafos ante la Junta General de Accionistas, no deja en buen lugar a la SEPI como garante de los intereses del Estado y pone en entredicho el afán del Gobierno que preside Pedro Sánchez por controlar todo lo que haga falta con tal de seguir en el poder.

Si como dice el jefe de Amber es bueno que los Estados manden en las empresas de Defensa habrá que cuestionarse qué diablos pinta en este entierro un fondo activista con objetivos eminentemente financieros y que además se ha arrogado como la voz cantante y sonante de toda la función. A la CNMV le ha caído el gordo de resolver un entuerto cuya única salida válida, tanto por la acumulación de indicios como por interés público e higiene de gobernanza empresarial, no puede ser otra que el lanzamiento de una OPA sobre el 100% de Indra por parte de la SEPI. A partir de ahí Oughourlian podría sentirse satisfecho y legitimado en su papel de ariete y el Gobierno se sacudiría todas las acusaciones de injerencia indebida tras devolver a Indra a su estado natural y primigenio como sociedad bajo control absoluto del Estado y al servicio de la Defensa nacional. Cualquier otra solución es hacerse trampas en el solitario, alimentando las sospechas sobre una empresa en la que Sánchez parece dispuesto a jugar con las cartas marcadas.

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