OPINIÓN

Los libertarios

El presidente argentino, Javier Milei, durante la presentación de su libro.
El presidente argentino, Javier Milei, durante la presentación de su libro.
EP
El presidente argentino, Javier Milei, durante la presentación de su libro.

La socialdemocracia se basa en “el principio de diferencia” acuñado por John Rawls. Dentro de la sociedad existen individuos que, por las razones que sean, tienen una condición inferior a la media y, en muchas ocasiones, necesitan ayuda de terceros para sobrevivir.

No son pocas las familias en las que sus miembros más poderosos se despojan de parte de su propiedad a favor de otros miembros menos afortunados. Rawls, el mejor teórico del principio de redistribución después de la Segunda Guerra, dedicó sus mayores desvelos (“Teoría de la Justicia”, ¿”Qué es el liberalismo político”?) a armar la doctrina de la redistribución social como una de las funciones elementales del Estado moderno. El interés por dicha cuestión del filósofo estadounidense no era exclusivamente académico. Había también mucha empiria personal: uno de sus hermanos había nacido con graves deficiencias motoras y al pensador de Baltimore le parecía injusto sellar la “crueldad de la naturaleza” abandonando a su suerte a un ser de la especie humana.

Sin embargo, el sistema redistributivo (y su herramienta preferida, la progresividad fiscal), tiene sus costes personales y sociales. Ya lo advirtió el gran oponente intelectual de Rawls, Robert Nozick (“Anarquía, Estado y Utopía”). La redistribución solo es viable mediante un uso intensivo y dilatado en el tiempo de la fuerza de trabajo. Ahora bien, hay individuos que, legítimamente, escogen otras alternativas más lucrativas para el conjunto de sus deseos particulares, que paradójicamente, reducen sus salarios. Son los que deciden trabajar menos horas para conciliar la vida laboral y familiar. O la de aquellos otros que dedican la mayor parte de su tiempo a la satisfacción de sus preferencias recreativas o culturales. Como actualmente no existe el trabajo esclavo, los efectos redistributivos serán necesariamente peores para toda la sociedad. O bien mermarán los fondos disponibles para atender a los necesitados, o bien se penalizará fiscalmente más a las rentas elevadas que se obtengan en un periodo extra pero antes considerado ordinario (con la finalidad de que aumente el volumen de la “olla social”). En casos extremos, la solidaridad obligatoria puede contribuir a la deslocalización del capital humano, procurando una pérdida neta a la comunidad ¿No hay aquí un grado de coerción, un ataque a la libertad individual propinado por el sistema tributario?

Estas distorsiones no impiden el aprecio de Nozick de la teoría de la cooperación social, (como tampoco de su consideración de Rawls como el mejor filósofo político posterior a John Stuart Mill). Hay una comunidad de intereses que obliga a la cooperación, ya que la misma facilita una vida mejor que la que pudiera tener cada uno si viviera únicamente de sus propios esfuerzos. Aplicando el principio de cooperación total, todos los miembros de la sociedad ganan. Y, además, lo hacen bajo los parámetros de la justicia social. Ya que las ganancias adicionales que proporciona la cooperación se distribuyen según un acuerdo previo de los agentes sociales. De esta forma -expulsando del juego de la cooperación social el principio de retribución-, los más necesitados mejoran su posición inicial.

¿Cómo debemos encuadrar ideológicamente a libertarios como Robert Nozick, Ayn Rand o Henry David Thoreau? Parece difícil etiquetarlos como “progresistas” o “reaccionarios”.

Lo que es indiscutible es que no tienen nada que ver con el que grita “¡Viva la libertad, carajo!”

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