En el barrio donde crecí había un taller mecánico cuyos dueños eran un matrimonio y su hija. El padre, un hombre de modales algo rudos, poseía tal conocimiento de las tripas de los coches que apenas necesitaba unos minutos de escucha para diagnosticar su mal; la madre llevaba la contabilidad y la hija, aunque creció a caballo entre las dos actividades, terminó aficionándose a la mecánica.
El padre se mostraba orgulloso de haber enseñado todo a una niña curiosa que, explorando, explorando, había dado con una vocación poco femenina, pero muy noble. Ahora bien, a medida que la joven se formaba, fortificaba su propio criterio tanto como para discutir a su padre las averías. Entonces él, en lugar de rebatirle, adoptaba una postura de superioridad para debilitar a su hija frente al cliente. "Ya ve, aprenden un par de cosas y se creen que saben. ¡Pues no te queda nada! Tú sigue sacando brillo a los amortiguadores, que eso lo haces muy bien".
No es preciso nacer en la prehistoria para comportarse así. Hay un paternalismo muy poco protector y bastante autoritario que ejercen algunos hombres frente a las mujeres con las que han trabajado mano a mano, y que se manifiesta en esa condescendencia de seguir aconsejándolas incluso cuando ellas no piden ni consejo ni tutela. Lo detecto, a veces, entre compañeros de trabajo, con frecuencia cuando el hombre tiene algunos años más que la mujer, porque imagino que no debe de ser fácil encontrarte de la noche a la mañana con que la becaria sabe más que tú. Y lo noto también en quienes comprueban cómo la mujer, siguiendo sus propias opiniones, toma un camino alejado del hombre.
Solo hay que rastrear las noticias para identificar gestos masculinos en público que tratan de hacer de menos a la mujer que hasta ayer era tu compañera, a quien cuidabas y protegías, a quien has elegido como 'sucesora', solo porque ella toma decisiones ajustadas a su sentir, con las que, a lo mejor, ya no estás de acuerdo.
Imagino que no debe de ser fácil encontrarte de la noche a la mañana con que la becaria sabe más que tú
No reconocer nuestra vulnerabilidad y, junto a ella, el error, la ignorancia o la equivocación, es un gap en el crecimiento personal. Admitirla, en cambio, nos libera, abriéndonos al aprendizaje continuo. Se nos olvida que somos aprendices eternos, no maestros.
¿Recuerdas a Sheryl Sandberg, quien fuera la mano derecha de Mark Zuckerberg en Facebook durante 14 años? Este mes de junio la mujer más poderosa del universo tecnológico, quien defendía la ambición femenina a ultranza y aconsejaba a las mujeres 'Lead In' -vayamos adelante-, dejó su cargo con escasas explicaciones y sí argumentos políticamente correctos. Pasados los meses las habladurías sobre las tensiones entre ella y el CEO de Meta apuntan a que este no toleraba que Sandberg le llevara la contraria en decisiones estratégicas, como que hipotecara la energía y los fondos de la compañía para impulsar el Metaverso, proyecto de confuso futuro, según ella.
No importa tanto si los datos le dan la razón o no -ese es un quebradero de los inversores-, sino analizar qué le sucede al hombre que se ha apoyado en la mujer competente, quien defiende su fichaje o su ascenso, aplaude sus decisiones y las rentabiliza, para menospreciar su valía si existe disonancia entre ellos y las ideas no están alineadas con las suyas. ¿No debería considerarse valiosa la objeción a lo que uno piensa? ¿No son las personas que nos aprecian las que mejor pueden señalarnos el yerro?
Sandberg se hizo a un lado y ahora se dedica a la filantropía e impulsar el liderazgo femenino mediante su fundación. Su puesto lo ocupa un hombre, Javier Oliván -español, por cierto-, así que, en una lectura simplista, diríase que ganaron ellos. La hija del mecánico se 'emancipó' del negocio familiar, abrió su taller, después otro y otro… y terminó adquiriendo el viejo local del padre, quien adujo “es hora de marcharnos a vivir a Benidorm”.
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