Nos subimos al AVE en Madrid y salimos fuera de nuestras fronteras. Fijamos nuestro destino en Marsella, primera conexión entre la capital española y Francia, tras abrirse el tránsito de alta velocidad entre España y el país galo. Llegamos a la estación de Saint Charles, puerta de entrada a una ciudad milenaria.
Marsella nos recibe tranquila y majestuosa frente al Mediterráneo. Nada más llegar, nuestra vista se detiene irremediablemente en la basílica neobizantina Notre Dame de la Garde, antigua fortaleza vigía, ahora santuario. Conmueve posarse a los pies del edificio y alzar la vista para contemplar la estatua gigante de la virgen, custodiando Marsella.
Muy cerca de allí, el embrujo marsellés nos lleva al mirador y barrio de Les Roucas Blanc para contemplar a vista de pájaro una ciudad con pasado, presente y futuro, que siempre mira al mar.
La noche cae sobre el Mediterráneo y resulta inspiradora en Marsella. Una hora muy francesa para hacer una parada y deleitarnos con la cocina marsellesa, donde el pescado es el rey. Degustamos sopa de pescado, ensalada de chipirones o sepia a la plancha, una muestra a la que hay que sumar la variedad de marisco presente en cada rincón gastronómico marsellés.
Nos adentramos en la noche de Marsella y paseamos por el puerto viejo, con 3.000 años de historia. Nos dejamos sobrecoger por la intimidad y el recogimiento de la caleta Vallon des Auffres o por la inquietante belleza de las estrechas calles peatonales del barrio de Le Painer.
Y nos despedimos de Marsella con nostalgia por esta ciudad y por un año que se ha ido, el 2013, en el que la ciudad ha sido Capital Europea de la Cultura. El museo MUCEM y de la villa mediterránea son patrimonio nacido al calor de este evento.
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