Cuando la religión ataca

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El creacionismo, y su reciente variante el diseño inteligente, no son teorías científicas, ni tan siquiera dogmas religiosos: son ideologías políticas. Se trata de utilizar la Teoría de la Evolución por Selección Natural, una parte mal comprendida y fácilmente caricaturizable de la biología, como espolón y vanguardia de un avance de la teocracia. Pues no otra cosa que teocracia es imponer por ley la enseñanza de doctrinas religiosas en las clases de ciencias, es decir, prevalerse de los mecanismos educativos del estado para imponer creencias religiosas en el ámbito público. El objetivo final es que sean las religiones las que decidan qué es lo que se enseña y (sobre todo) qué es lo que no se enseña en la escuela pública. Pura teocracia: el gobierno de los religiosos.

Un ejemplo: hace hoy 83 años el congreso del estado de Tennessee aprobó la Ley Butler, que prohibía en las escuelas financiadas con fondos públicos la enseñanza de "cualquier teoría que niegue la historia de la Creación Divina del Hombre como se enseña en la Biblia, y enseñar en su lugar que el hombre desciende de animales inferiores'. Un profesor que fuese hallado enseñando evolución humana (el resto de los seres vivos sí que podían, al parecer, evolucionar) sería multado con entre 100 y 500 dólares por cada ocasión, un dinero en la época. Ésta es la ley por cuya violación fue juzgado en 1926 el entrenador y profesor interino John Scopes en el que pasaría a la historia como el 'Proceso Scopes' (o el Juicio del Mono), dramatizado en obras teatrales y películas como una lucha entre el oscurantismo y la racionalidad que acababa ganando el lado de la ciencia, con la inestimable ayuda del abogado interpretado por Spencer Tracy en la famosa versión fílmica. En la realidad Scopes fue declarado culpable de violar la Ley Butler, aunque posteriormente el Tribunal Supremo de Tennessee anuló la sentencia por un tecnicismo, lo que se interpretó como una victoria de los partidarios de la evolución. Sin embargo la ley fue explícitamente declarada constitucional, y estuvo en vigor en el estado hasta 1967.

Contrariamente a lo que dicen, la actual ofensiva de los partidarios del llamado diseño inteligente no basa su vehemencia en nuevos descubrimientos, sino en una nueva urgencia proselitista. Quienes rechazan la evolución no es que estén convencidos de que la teoría científica es más o menos insostenible; lo que desean es abrir una puerta a la teología en las escuelas estatales, introducir una cuña que sirva para que la religión vuelva a dominar los currículos escolares, decidiendo así qué materias deben formar parte de la educación del ciudadano medio. El visceral rechazo a las tesis neodarwinianas enmascara una intencionalidad política, una clara ofensiva teocrática, y así está muy lejos de querer conocer mejor el universo o sus mecanismos. Como los legisladores de Tennessee en 1925, los creacionistas (de toda religión, con frecuencia aliadas) no quieren saber más, sino mandar más: dar un paso hacia el régimen político teocrático que en el fondo algunas personas religiosas piensan es la única forma legítima de estado. La defensa de la evolución es así una obligación no sólo científica, sino cívica: una forma de rebelión contra el avance de la teocracia. Porque si permitimos que los libros sagrados decidan cómo es nuestra realidad, acabarán decidiendo cómo debemos vivir nuestras vidas. Y la historia demuestra que cuando las religiones mandan, los pueblos sufren y mueren.

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